Cuando los días pasan monótonos, igual cada uno que día anterior, la menor provocación se vuelve ya una historia para recordar.
La película mexicana Las horas muertas (2013), escrita y dirigida por Aarón Fernández, se adentra en la soledad de dos personajes que deambulan en el limbo de un motel perdido a las afueras del puerto de Veracruz. Las dos almas coinciden en un breve periodo de la vida, aquellas horas en las que lo único que necesitan es que el tiempo avance.
A Sebastián (Kristyan Ferrer), un chamaco a punto de cumplir los 18 años, se le encomienda la gerencia del negocio de su tío por algunas semanas. Es nada más ni nada menos que un hotel de paso, donde los únicos seres solitarios son él y dos trabajadores.
El panorama cotidiano de Sebastián son los encuentros sexuales de los demás, y su sonido ambiental, gemidos constantes con el de las olas del mar al fondo. Es un espectador fantasma del placer ajeno.
Todo cambia cuando se topa con Miranda (Adriana Paz), una mujer diez o quince años mayor que él, quien se encuentra de forma recurrente con su amante en uno de los cuartos.
Las horas muertas es un título más que acertado. Para los amantes son las horas del hotel de paso, para un adolescente que tiene que cuidar del negocio de su tío y limpiar (lo más difícil) los cuartos de los amantes, las horas no tienen vida. Sólo una chispa caliente puede cambiar esa atmósfera. Los diálogos y las actitudes de los personajes son tan familiares y particulares que solo podrían pasar en México. “El país surrealista” –como diría André Breton– es en el que el niño que vende cocos no tiene cambio y propone con su cliente un bolado por el “todo o nada” y en el que hay que subirse al techo para conseguir señal de celular. La fotografía de Javier Morón acompaña con una gran belleza onírica las horas muertas de ese hotel de paso.
El segundo largometraje de Fernández –después de la casi desapercibida Partes usadas– muestra con sensibilidad poética el vacío interior de dos almas que se juntan por un breve instante en un limbo que parece paraíso.
Vale, sin duda, la pena.
Por Indira Cato
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