El punto neurálgico del cortometraje de Chris Marker se apoya en la textura del Super-8. Las imágenes de L’Ambassade tienen su propia lengua para encontrar a través de una voz en off la guía dentro de una Embajada. Afuera ocurre un golpe de Estado. Observamos, después de varios minutos, que estamos en Francia, a través del guiño de uno de sus símbolos nacionales.
Hay un golpe de Estado afuera de una Embajada francesa. Varios refugiados son en su mayoría militantes de izquierda, de rostros familiares gracias a las manifestaciones o a las reuniones en las que han participado. La Embajada es su lugar de resguardo. Cada escena la cubre el silencio documental de las acciones cotidianas. El embajador ha recibido a todos de manera informal.
La voz narradora pone algunos nombres para atender a la estructura narrativa y ficcionalizar las acciones del sujeto colectivo en la apariencia de un sujeto individual. Cada persona/je es un colectivo y sus acciones también lo son. Vamos de un juego para engañar a unos niños que ven la muerte de un militante, a la carga política de las formas cinematográficas. Es decir, de la mentira que maquilla los discursos. De cómo alimentar a gente desesperada, a la analogía para mirar al grupo de refugiados como extras para una película. Marker filma algunos recovecos de la historia.
En la embajada las imágenes están suspendidas justo como las personas que están siendo filmadas. Hay artistas, intelectuales, niños, pero ningún obrero. Marker invita a escribir notas dispersas para señalar con la cámara cómo las formas cinematográficas tienden movimientos para comunicar voces históricas entre actos estéticos. “La traición de las imágenes”, dijo Magritte. “Esto no es una pipa”, ensayó Foucault. “Esto no es una película. Solo son notas dispersas tomadas día a día”, filma Marker.
Por Carlos Rgó (@Rgock)
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