MUBI Presenta: ‘La tiendita de los horrores’ de Roger Corman

La imaginación es un lenguaje antiguo que precede el habla y la creación. Dominarlo implica suprimir la razón, cuyo apego a las evidencias del mundo material atrofia los vocablos de la creatividad. Una planta que habla y come seres humanos existe fuera de lo perceptible hasta que se convierte en cine, la aventura, como cualquier arte, de representar las imágenes que sólo pueden existir en la mente. La realidad cinematográfica de Roger Corman en La tiendita de los horrores (The Little Shop of Horrors, 1960) no es una invención pura, pues la irrealidad es inimaginable, pero es una distorsión tan extrema del mundo, que pudiera entenderse como surrealista. Por supuesto, la cinta está más cercana a una imaginativa burla, pero escenas como la persecución final en medio de un campo de llantas para tractor y otro de retretes, precedido por un tropel de niños que salen del metro junto con el protagonista, Seymour (Jonathan Haze), tienen la arbitrariedad de la escritura automática de Breton o de la innecesaria  e intrigante doble representación en Ese obscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977), de Luis Buñuel.

La esfera que dibuja Corman es una absurda, donde hay personas que llevan un salero en la bolsa para condimentar sus deliciosas flores, los padres no sufren por la muerte de sus hijos y hay familias que cenan medicamentos. En toda esta imaginería, Corman exagera la realidad y la transforma en una farsa psicótica. Acaso en un intento por escapar del horror del maltrato psicológico, la drogadicción o la aterradora silla del dentista, Corman los reencuentra en su creación como sombras deformes del miedo. Incluso la planta asesina que desata la trama es producto de los miedos de la época: Seymour la ha nutrido con alimento atómico. Godzilla hecho de raíces y hojas. La codicia del dueño de la florería donde trabaja Seymour, Gravis Mushnick (Mel Welles), deriva de lo que se percibe como una cultura corporativa que, una vez asegurada la supervivencia, se avoca a la abundancia.

Corman no está muy lejos en su apreciación de la insania que captura Stanley Kubrick en Dr. Insólito o Cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964). En ambas cintas la crítica cede el protagonismo al pastelazo, pero no por ello fracasan en su expresión de una era al borde del apocalipsis. La presencia de la muerte las dota de un elemento fatídico sobre el inevitable fin de todos los hombres, incitado por el temor de su inmediatez. En La tiendita de los horrores, el miedo al dentista no sólo se manifiesta como una pesadilla infantil que Seymour accidentalmente aniquila; el hecho de que un lugar de sanación se convierta en un salón de tortura o de placer sadomasoquista expresa una paranoia que el 9/11 y la Guerra Contra el Terror reencenderían y revigorizarían. Entonces, La tiendita de los horrores, con su deliberado sentido del humor y sus ejecuciones torpes no es una película de terror, sino sobre el terror al absurdo peligro de salir a la calle.

Corman nos demuestra con sus gags que la persecución es un delirio y el riesgo una exageración. Es hilarante ver a Seymour “asesinar”, pues su intención no es lastimar a la gente; simplemente le pasan las cosas. Él alimenta a la planta ávida de carne humana por amor a su creación, a quien ha llamado tiernamente Audrey Jr., en honor a su compañera de trabajo (Jackie Joseph). No es un hombre cruel o perturbado el que crea al monstruo, sino un muchacho torpe cuya estupidez invoca el horror, si se puede temer a una planta carnívora de dos metros que canta villancicos mientras se alimenta. La inmensa falta de seriedad alivia el dolor de contemplar un tiempo de oposición y ruptura, cuando el monstruo llegó a significar la otredad. Quizá por ello los extraterrestres, como los imaginarios soviéticos, secuestraban a sus víctimas para experimentar con ellas, pero la planta de La tiendita de los horrores es tan ridícula, que no da miedo. Da risa. En vez de retratar la pesadilla universal, como su admirado Edgar Allan Poe, Corman la parodia. En su burla nos congregamos todos para descubrir que, a pesar de toda la información violenta que nos informan los noticiarios, la vida no es un calabozo con monstruos al acecho. Corman no nos dice qué sí es la existencia, pero nos quita un peso de encima al demostrarnos lo falsa que se ve la monstruosidad. Si el cine B es un intento fallido por simular la calidad de las grandes producciones, La tiendita de los horrores es una creación que se regodea en su evidente y risible artificialidad para garantizar que las pesadillas sólo se manifiestan en el sueño.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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