Se extiende una nostalgia peculiar en México: la que añora un mundo ilícito, prohibido y oculto que agoniza ante lo aséptico y, aunque traerlo a la luz ha permitido una aceptación sin precedentes de estos mundos, esa misma exposición les ha impuesto una serie de reglas y limitaciones que ha hecho que se busquen otros refugios, uno de ellos es Casa Roshell.
La nueva película de la cineasta chilena Camila José Donoso, que se presentó con moderado éxito en la pasada edición de la Berlinale, presenta otro híbrido de ficción y documental que ya había labrado elegantemente en la sensible Naomi Campbell (2013) y que en esta ocasión sigue hilando los finos retazos que parecen componer la personalidad transgénero.
La película presenta a un grupo de hombres que encuentran en Casa Roshell un espacio de expresión único, lugar en el que se suspenden las reglas que la exposición pública conlleva y que hasta ofrece “cursos de personalidad” muy monos. Hombres que se convierten en faros de delicada feminidad y que recriminan a sus “machos” la hipocresía del rol que juegan a la luz pública.
Cuales mujeres de factoria warholiana (Chelsea Girls, 1966) o frescos del gran Caravaggio, los personajes que habitan esta casa presentan junto a su directora un fascinante análisis de la maleabilidad de la identidad y de la búsqueda de refugios que permitan que, no la verdadera identidad, sino la genuina, puedan florecer y hasta perfeccionarse.
Cubriendo este espacio con una textura granulada, rebosante en destello y pomposidad drag, Donoso presenta la maquinaria de la transformación de los cuerpos, uno de ellos que expone orgullosamente lo mismo un tatuaje de la Santa Muerte que uno de la legendaria drag y musa de John Waters, Divine, a través de “paquetes de transformación” y el uso de la indumentaria como configurador de la identidad personal. En esta casa, la verdad esta en los vestidos que brillan en la penumbra, no en el desnudo a la luz más cruda.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)
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