MUBI Presenta: ‘Año bisiesto’ de Michael Rowe

“La pobreza no se cuenta, se vive”, dice La Santa en La gran belleza (La grande bellezza, 2013), de Paolo Sorrentino. El relato no manifiesta la verdad; la vislumbra. Narrar es inevitablemente omitir algo y subrayar otra cosa, perder la verdad. Sin embargo, la entrega que hace el artista de sí nos permite ver atisbos de lo real, del hecho, y en ese breve instante de reflejo, a nosotros mismos. La verdad no se cuenta, pero las historias se pueden contar con verdad, porque los poetas, como lo escribe en El arco y la lira Octavio Paz, no narran, describen o explican las cosas; las presentan frente a nosotros. Michael Rowe es un poeta quien con su lenguaje cinematográfico nos expone en Año bisiesto (2010) a la soledad y al deseo de muerte de una mujer lastrada por el fallecimiento de su padre y por su misteriosa desfloración, hundidas en su memoria como un ancla oxidada. Cuando su amante sadomasoquista, Arturo (Gustavo Sánchez Parra), le pregunta por la mancha roja en su calendario, ella se niega a contestar que el 29 de febrero marcado es el día cuando murió su padre; cuando él le pregunta por su primera experiencia sexual, ella sólo contesta que sucedió a los 12 años, no cómo. Laura (Mónica del Carmen) sólo se comunica con el mundo mediante su sexo, un idioma doloroso, adolorido, que se alivia con el atisbo de la muerte.

Conforme progresa la intensidad de los encuentros sadomasoquistas entre Laura y Arturo, Rowe explora las nalgadas, la asfixia erótica y la urolagnia como dadoras de un inusual consuelo para Laura. A nosotros nos hiere ver lastimada a esta mujer desesperada por contacto pero inepta debido a una represión que la aísla en el misterio. A ella no. El dolor la acerca al placer de morir, de olvidar. Rowe y Del Carmen construyen a Laura como una criatura compleja que en la primera escena ve con deseo y ansia a un hombre en un supermercado y después finge estar dormida cuando los amantes que aborda en bares se van en la mañana sin despedirse. Laura es inteligente y culta; lee El arte de amar, de Erich Fromm, pero no parece satisfecha con la separatidad que propone el sicoanalista en su libro. Cuando habla con su madre y hermano por teléfono, Laura suele mentir sobre lo que come, la felicidad que siente lejos de su natal Oaxaca y sus amistades: frecuentemente menciona un amigo que nunca se aparece en pantalla. Rowe no la aborda dramáticamente para conjurar las raíces de su enajenación porque prefiere mostrarla en su cotidianidad. Tampoco nos niega los datos que nos ayudan a construir su carácter, pero, en la tradición de Bruno Dumont, prefiere no revelar sus misterios y sólo presentarla de manera impresionista para que la audiencia la comprenda por su cuenta.

La apatía será el único obstáculo en este ejercicio necesitado de generar tolerancia hacia el sadomasoquismo que Laura utiliza para comulgar con la muerte y sentirse aliviada de la vida. La actuación de Del Carmen posee una cualidad tan natural y tan comunicativa, que Rowe se concentra en lo visual, aunque también la voz de Laura y sus respuestas a las preguntas poscoitales de Arturo son inmensamente reveladoras. Después de orinarla, él le pregunta qué sintió al respecto. “Calientito”. En esa palabra hay una significación inmensa, pues implica una ternura no sólo en el diminutivo, sino también en la sensación. Rowe no niega, dados sus antecedentes, que Laura es una mujer lastimada, pero no pretende calificar sus placeres. Ella es lo que es. La intención de Rowe evoca el soneto CXXI de William Shakespeare:

Pues ¿por qué ojos ajenos dados a las falsías
Harán salutaciones a mi espíritu ameno,
O tienen mis miserias más míseros espías,
Que a su antojo hacen malo lo que a mi juicio es bueno?

Rowe no se niega la subjetividad en su dirección, pero procura que los ángulos sean lo más rectos posible para evitar la condena. El violento Arturo termina siendo quien juzga a Laura cuando ella le pide que la mate: “¿Te gustaría venirte dentro de mí mientras me estoy muriendo?”. Arturo permanece en silencio. El deseo ya no es la contigüidad, sino la entrada al reino de ensueño de la muerte que menciona T.S. Eliot. Para Laura la muerte es una renuncia del mundo y el trauma; el último orgasmo. Rowe, sin embargo, encuentra en la complejidad de la vida una oportunidad constante para la cual la muerte sólo puede significar un enigmático arrebatamiento. Al contrario del nihilismo de Laura, Michael Rowe es un cineasta lleno de esperanza para quien la rutina es una repetición en tiempo mítico, un ciclo que puede, pero no tiene que terminar devorado por sí mismo. El hombre y la mujer comunes son héroes en busca de un cambio que será el final de una vida para iniciar otra sin morir.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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