Quiero irme hacia el mar,
aunque me vaya yo caminando
No hay
No hay
prisa de llegar.
Caminando, Ganja.
Entre balaceras, secuestros, políticos, mafias, imitaciones de Hollywood, malas actuaciones y unas cuantas líneas de cocaína, el cine mexicano –por lo menos el que alcanza a llegar a las salas– pareciera querer gritarle al mundo que nuestro país es un hoyo negro, sucio y despreciable. Desde la caída del cine de oro, el séptimo arte nacional se ha vuelto un disco rayado que nos repite una y otra vez el terrible lugar en el que vivimos y se esfuerza en retratar nuestro alrededor con el mismo lente y desde el mismo ángulo.
La falta de apoyo económico y publicitario para los realizadores que no forman parte de estos sindicatos, que comparten una sola visión, hunde poco a poco nuestra industria cinematográfica y da pie a que las salas de cine se inunden de productos gringos, o de sus pobres imitaciones. Esto no significa, sin embargo, que el talento y la iniciativa novedosos se hayan agotado. Ejemplo sobresaliente es Pedro González-Rubio, cineasta nacido en el D.F. que este año nos trae una nueva propuesta para ver a nuestro país.
Al co-dirigir el documental Toro Negro (2005), Pedro González-Rubio demostró suficiente talento como para ser invitado por Iñárritu para encargarse del making of de Babel (2006, Alejandro González Iñárritu). Y después de lograr esta tarea y formar parte del crew de más de 300 personas, impulsadas por un presupuesto de 25 millones de dólares, el joven director nos trae una película íntima e inocente producida casi en su totalidad por dos personas y financiada por ahorros personales y pequeños créditos.
Alamar (México, 2010) es una película que mezcla sutilmente la ficción con el documental, lo cual hace que en la pantalla no veamos más que a la naturaleza y a las relaciones humanas, de la forma más pura y bella posible.
El filme relata la historia de Natan, un niño de 5 años, hijo de Roberta, una mujer italiana y Jorge, un hombre maya. La pareja está ahora separada y Natan se dispone a visitar a su padre y a compartir la vida que él lleva como pescador en Banco Chinchorro, un arrecife mexicano. Rodeados absolutamente por el mar, su flora y su fauna, Jorge le enseña a su hijo una manera de vivir y la hermosura de la naturaleza.
Con cautivadora fotografía (hecha por el mismo González-Rubio), un excelente diseño sonoro y la agradable armonía que mantienen los protagonistas (ninguno de ellos actores), Alamar nos muestra un pedacito del México que hemos olvidado. Pero lo más impresionante y lo más respetable es que lo hace de una manera simple, modesta, sin pretensiones.Y no es que la película carezca de discurso y caiga en lo meramente contemplativo, sino que todas las ideas son colocadas de manera orgánica y ergonómica, de modo que fluyen casi desapercibidas a primera vista.
El director la describe como un film pacifista y hippie, pero a diferencia de la forma habitual en que se expresaría este afán en una película, Alamar no lo hace criticando la guerra y la violencia, sino exaltando la paz y felicidad: Dándonos paz, en vez de sólo sugerirla.
“Logré ésta película gracias a un milagro”, asegura el realizador, refiriéndose no sólo a lo difícil que fue conseguir los medios para producirla, sino a la maravillosa historia real que le inspiró a realizar Alamar, personas verdaderas que se movían alrededor de ideas ficticias que quería compartir el director; y especialmente a las pequeñas situaciones extraordinarias que logró capturar su cámara, por ejemplo la aparición de Blanquita, una garza garrapatera, que interactúa con los protagonistas de tan buena manera que incluso figura en los créditos.
Con esta manera inocente de lograr las cosas, el resultado es una película poco convencional que no pretende más que compartir las sensaciones experimentadas por un niño pequeño en los brazos de su padre, quienes disfrutan del mar y de lo que éste les regala. La poesía que se teje en todo el film es inherente, es parte del mundo que González-Rubio retrata (sería imposible no encontrar poesía en el arrecife maya), pero no por eso involuntaria o accidental.
Con la ayuda de la compañía Mantarraya Producciones, esta película encontró el apoyo del IMCINE que le permitió completar la post-producción. A partir de eso, Alamar circuló y ganó en varios festivales (Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, Festival Internacional de Cine de Miami, International Film Festival Rotterdam, BAFICI). Ahora la película disfruta de una distribución comercial de 30 copias en las salas mexicanas (estrenando el 26 de Agosto) y ya depende del público que ahí se mantenga.
Cabe mencionar que Pedro González-Rubio declaró que durante toda la grabación de la película, en un espíritu absolutamente ecologista, los equipos de fotografía y sonido eran cargados con paneles solares “para contaminar lo menos posible”; pero lo más impresionante es que todas las ganancias en taquilla serán donadas a Save the Children y Razonatura, A.C, instituciones que promueven la protección infantil y la conservación del medio ambiente, en especial del arrecife Banco Chinchorro.
Así, Alamar nos muestra innegablemente que hay otra manera de hacer cine, pero sobre todo de mirar a México. Es evidente que el país sufre de terribles desgracias y que no todo es feliz y bello, pero esto no es razón para darle la espalda y tratar de copiar el cine comercial norteamericano ni tampoco de pensar que ésta la única realidad que existe y la única inspiración posible para los cineastas nacionales.
Ojalá esta pequeña producción que ya ha dado la vuelta al mundo sea comprendida por sus compatriotas y apoyada por su propio país, para que pueda ser ejemplo de otros creadores.
Al mirar los impecables amaneceres a través de la cámara HD de un joven nacido y criado en México, puedo asegurar que un sol se alza en el horizonte del cine mexicano: aún hay esperanza.
Por M. Rodríguez Alcocer (@RennoirAlcocer)