Macabro FICH | Luz: La coexistencia del bien y el mal

“Los temas religiosos realmente subrayan mucho del terror, está la duda si existe alguna fuerza opuesta, alguna fuerza adversaria que podría llamarse satánica, dentro de las religiones tradicionales, y algún ser que representa esa fuerza. Se podría decir que el terror, como género, es religioso por naturaleza”.

Estas palabras de Mitch Horowitz, entrevistado en la serie Cursed Films, resuenan profundamente en todo folk horror, subgénero que ha gozado de un renacer en años recientes. Quizás no haya un filme de terror estrenado la década pasada cuya influencia inmediata sea mayor que la de La bruja (The VVitch: A New-England Folktale, 2015), ópera prima de Robert Eggers. El western de terror The Pale Door (2020), por ejemplo, se originó luego de que Universal pidió al director Aaron B. Koontz pitchar una película de brujas ante el éxito de Eggers. Y aunque ese pitch fue rechazado por Universal, confirma la influencia del filme.

Siguiendo esa idea, me atrevería a decir que la producción de Luz, La flor del mal (Luz, 2019), ópera prima del colombiano Juan Diego Escobar Alzate, también es, en cierto modo, provocada por la notoriedad de La bruja.

Uno de los temas explorados por La bruja y clásicos más allá del folk horror –como El exorcista (The Exorcist, 1973)– son las dudas en torno a la fé. En Luz, La flor del mal seguimos a una comunidad rural liderada por un predicador, conocido simplemente como El Señor (Conrado Osorio). Este patriarca ha insistido durante un par de años, desde la muerte de su esposa Luz, que el Mesías llegará a estas tierras como signo inequívoco de una nueva, floreciente y milagrosa era. No obstante, varios supuestos Mesías han sido desacreditados y enterrados, la comunidad y sus propias hijas (quienes supuestamente son ángeles) no pueden evitar dudar de las predicciones de El Señor.

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Luz, La flor del mal está plagada de composiciones verdaderamente hermosas –su colorida fotografía está más cercana a Midsommar: El terror no espera la noche (Midsommar, 2019) que a La bruja, aunque tiene cierto dejo de cuento de hadas y hace énfasis en cielos estrellados–, pero mucho de lo que vemos no podría ser más horrible. Durante la primera parte del metraje se hace evidente que la fé de El Señor lo ha convertido en un monstruo mundano, capaz de cometer atrocidades.

Parece ser una pista sobre el posible conflicto de la película, de hecho, la primera interacción entre el patriarca y su única hija biológica, Laila (Andrea Esquivel), sugiere un abrir de ojos en la joven. Ella encontró una casetera en el bosque que rodea su hogar, ahí donde podría merodear esa “fuerza” opuesta. Sin embargo, su padre le advierte: la música es una señal del diablo disfrazada de algo bello. Laila y sus “hermanas”, Uma (Yuri Vargas) y Zion (Sharon Guzmán), ni siquiera conocen el concepto de música, están tan aisladas e influenciadas por El Señor, que su única conexión es una caja musical cuyo sonido era referido por su difunta madre como angelical. El Señor se queda con la casetera pero Laila guarda en secreto uno de los casetes. Ella duda, no está segura de su padre, quizá la música no sea algo del diablo sino simplemente música.

Luz, La flor del mal cuestiona de diversas maneras las creencias de El Señor (“los ángeles no sangran”, dice el interés romántico de Uma tras un intento de relación sexual; el nuevo Mesías tiene frío como cualquier otro niño ordinario…), o de coquetear con que sus sermones tendrán un efecto contrario (cuando un viejo de la comunidad amenaza con dispararle a Laila porque es “el diablo disfrazado”), luego aborda un terror que se suele ligar a lo sobrenatural o demoníaco (cabra incluida, aunque blanca).

El concepto podría reducirse a: no hay bien sin mal, ni mal sin bien. Como en La bruja, la familia protagonista de Luz, La flor del mal se va consumiendo. Hay un desconcierto general, que se transmite a la audiencia (incluyendo voces en off más cercanas a la reflexión poética) y que, sin duda, no será para todos. Es en esta confusión, por llamarla de algún modo, donde radica la clave de este filme: la familia, sobre todo El Señor, se pierde en el horror y en la subsecuente duda, esperando el milagro –representado por un árbol, ubicado sobre el terreno donde está enterrada Luz, que debe volver a florecer–, olvidando que el bien y mal coexisten.

Por Eric Ortiz (@EricOrtizG)

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