Los días más oscuros de nosotras, los más oscuros y los más artificiales

La búsqueda de la belleza es una preocupación que ha permeado el imaginario desde los primeros registros mitológicos de la humanidad –podemos rastrear algunas de sus representaciones en Hathor, Afrodita o Freyja– y, de su mano, ha caminado la inquietud por la muerte en su expresión más violenta: la guerra. Cuando en el videojuego The Witcher III. Wild Hunt, Geralt de Rivia se encuentra con un historiador, le entusiasma la idea que haya alguien que registre la cara cotidiana del conflicto, y no sólo los grandes nombres de gestas heroicas; actos que no se llenan las manos de barro, que no miran de frente el abismo. Los actos cometidos durante la guerra son abyectos cuando se busca la conquista, no sólo de un territorio, sino de la otredad; y estos actos pocas veces tienen resonancias luminosas.

La cámara de Los días más oscuros de nosotras (2017) abre con un big long shot que nos muestra la carretera de una geografía fronteriza que una camioneta atraviesa con una luz dorada. En la camioneta va Ana (Sophie Alexander-Katz), una arquitecta que recibe la llamada de Silvia (Florencia Ríos) quien quiere comprarle su casa. Después de una larga ausencia, Ana regresa a Tijuana para hacerse cargo de la construcción de un edificio y a partir de aquí, la narración se disocia en viñetas que se vuelven un collage caprichoso; una especie de diario que se preocupa tanto por la luz, las texturas y los encuadres que la ópera prima de Astrid Rondero se desvanece sólo para que queden bellas imágenes inertes.

El registro narrativo oscila entre los encuentros de Ana y Silvia, Ana y un exnovio (Adolfo Madera), Ana y una perrita callejera y Ana y el nuevo trabajador Benji (Yeray Albelda), encuentros atravesados por memorias de la infancia de Ana y su hermana. Rondero trata de vincular en cada relación una situación: el deseo/¿amor?, la conquista y la posesión, el cuidado por la otredad que no descansa en un humano y la ayuda desinteresada que luego transmutará en la exposición del mal por el mal mismo. Las aristas que parecieran tener su centro en Ana se disuelven entre las búsquedas poéticas de la luz, la imagen y el score. Los días más oscuros entre nosotras refleja el entusiasmo de una raíz pictórica (René Magritte), por las transparencias, las texturas, los reflejos y el mar, y por el reconocimiento de una realidad sórdida en donde la vida se gana día a día; sin embargo, la mirada de quien lo registra, de quien lo inventa, pareciera estar disociada, pareciera no querer recorrer las calles sucias, no querer mirar de frente el terror y más bien embellecerlo.

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Los puentes, ya agrietados, se terminan por romper con una edición que nos disloca constantemente, no con una intención que podría ser propia de la narrativa o de la confusión que podría estar habitando Ana, sino para colocarnos en paisajes y en texturas que pues, están chingones. El score, por su lado, está en su propia película, en sus propias tensiones, en sus propias construcciones, porque las atmósferas que se van construyendo en diálogo con las imágenes terminan por contrariarse, por diluirse en su propia esfera. Estas búsquedas estéticas, estas construcciones poéticas de la imagen son tan artificiales, que pareciera que no hay un pulso que las sostenga, que nada respira debajo de la belleza. ¿La belleza es algo que tiene cuerpo por sí mismo, o debe reconocerse en una constelación? Más importante aún, ¿la violencia en sus expresiones más severas, en sus manifestaciones más dolorosas, deben pasar por proceso de embellecimiento?

No es casual que el espacio en el que se desarrolla el trabajo de Rondero sea Tijuana. El cotidiano mexicano ha sido muy doloroso desde hace varios años –y la reciente liberación del General Cienfuegos abre paso a escenarios tormentosos, peligrosos y desalentadores–: los feminicidios, el narcotráfico, el estado corrupto y el capitalismo ávido de explotación conjugan un escenario que tiene tantas aristas como angustias. Es ahí en donde Rondero crea una película que trata de hablar del tema sin querer hablar del tema, que busca abordarlo desde otra mirada, una estetizada y por momentos maniquea. La viñeta de Ana y Benji pareciera decirnos que no seamos amables con otras personas porque la traición y la maldad habita en los corazones de los más necesitados; tal vez Michel Franco y su Nuevo Orden (2020) no sea una excepción, sino un cotidiano. El personaje de Benji, el muchacho moreno, carece de profundidad, de capas; sólo es malo porque es malo y, en una coincidencia desafortunada, es pobre y trabaja, casi, para Ana.

La viñeta de Ana y Silvia deviene en lo que pareciera ser un enamoramiento, en donde Silvia encuentra muy oportunamente en el deseo y recursos económicos de Ana, un refugio a sus pesares. Pesares que tienen que ver con su ex esposo –otra caricatura que carece profundidad– y con su oficio: trabajadora sexual. Los matices y búsquedas de equilibro que encontramos en Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020) –de la que Rondero fue co-guionista– al mostrar las implicaciones de un estado de excepción y la muerte se desprendía, aquí se muestran en una hiperracionalización.

¿Para qué descansar la mirada en un artificio frío, hiperracionalizado y estetizado cuando se puede descansar en el mar mismo, en el fuego o en la lluvia? Cuando lo meticuloso se vuelve una obsesión que deja de preguntarse por lo abyecto, cuando la estetización pasa por el mismo tamiz todas las situaciones de urgencia y peligro, cuando la hiperracionalización prevalece en su verticalidad y en su frialdad, entonces, tenemos obras que de tan puras levitan en la teoría y para ver el abismo de estos años de Tijuana no es necesario levitar, basta con reconocernos en las miradas que están atravesadas por el dolor.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna)

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