Sin señas particulares: La opacidad del diablo

En una de las primeras secuencias de la película Sin señas particulares (2020), dirigida por Fernanda Valadez y escrita por Astrid Rondero, un ojo es intervenido quirúrgicamente mientras se mueve con rapidez. La angustia pudiera manifestarse más en el que mira el procedimiento que en el ojo intervenido, probablemente anestesiado. Un mecanismo similar se erige sobre la opera prima de Valadez, una ficción que toca dos temas que han cimbrado la conciencia y el ánimo de México desde hace varios lustros. La incidencia principal de la película no es sobre lo que interviene, sino sobre quién mira.

Es relativamente sencillo despertar el dolor cuando se toca un nervio tan vivo como los desparecidos o la migración en un país como México, pero Sin señas particulares no consiste solamente en la exposición de dicho nervio, sino que busca también una forma de darle a esa abrumadora cantidad de narrativas inconclusas una resolución que solamente la ficción, con todas sus deficiencias, puede ofrecer. La búsqueda de Magdalena (Mercedes Hernández) por su hijo articula la opera prima de Valadez, una cinta que como su protagonista, deambula entre la nitidez y la opacidad.

Desde la toma inicial de la película, la fotografía a cargo de Claudia Becerril busca constantemente contrastes entre la cruda nitidez de los presentes (los que buscan) y la opacidad de los ausentes (los que emigran o desaparecen) principalmente a través de imágenes fuera de foco, encuadres dentro de la toma que fragmentan a los personajes o al espacio, como vidrios rotos, carpas de plástico o amplios pasillos y filas de personas. Nadie debería de ver un hijo así, le dicen a Magdalena en un momento de la película, estableciendo un punto de tensión latente entre ver y no ver, como en las secuencias en las que se presentan fotografías de cuerpos mutilados o de objetos encontrados, auténticas iconografías de la desaparición.

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Dicha iconografía pesa sobre la película de Valadez y permea hasta a la neutralidad de funcionarios y médicos forenses que se ven obligados a tomar distancia para poder lidiar con la barbarie cotidiana. Regularmente encuentran fosas, dice estoica una forense que toma muestras de sangre a Magdalena para poder ayudar a encontrar el cuerpo de su hijo, que se presume como muerto. En su trayecto, la protagonista recibe ayuda de varios personajes, pero ésta casi siempre es filmada desde el anonimato, más oída que vista. Incluso el ofrecer ayuda se transforma en un peligro.

La película presenta con sutileza la distorsión de los códigos cotidianos, como la música de banda o grupera que cuando proviene de una camioneta a alta velocidad durante la noche es capaz de inducir un perturbador miedo o la insacudible sensación de aturdimiento conseguida a través de un diseño sonoro que se concentra en una estática constante, aquella de las oficinas gubernamentales en las que la búsqueda de personas muchas veces pudiera parecer solamente una simulación.

A diferencia de ese gran ejercicio de ficción de los gobiernos que es “la justicia” y la “búsqueda de los desaparecidos”, la película de Valadez encuentra su fortaleza, más que en la empatía o el compromiso, en la colisión de los dolores, como si su suma pudiera atenuar la sensibilidad, lograr una especie de estado anestésico en el que el dolor se fugue en la alucinación de un Diablo que baila sobre una pira, una imagen que no vemos con claridad, quizá por que el ojo sometido a la intervención quirúrgica es el propio, uno indiferente a la “belleza” o a la “poesía” de las imágenes, anestesia apenas efectiva para poder soportar la opacidad del diablo que tiene sometido a un país y que obliga a caminar por el fuego para recuperar el cuerpo. Ese diablo no es uno, son varios y todos ellos, además de nombre y apellido, tienen señas particulares. Quizá sea momento de que el cine mexicano los identifique plenamente.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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