La importancia de la imagen se ha fortificado al tiempo que su poder se disuelve. Nos vemos en la necesidad de consumir y crear material audiovisual que impacte por su novedad, al mismo tiempo que nos vemos irremediablemente atados al yugo de un abrumador bagaje visual (fotográfico, pictórico o cinematográfico). Al vernos confrontados con una imagen pensamos más en referentes y referencias, deconstruyendo a gran velocidad para reagrupar dicha imagen en un esquema visual preexistente. Volviéndose el significado, en el sentido saussuriano, algo secundario.

El nuevo proyecto de la artista afroamericana Beyoncé, un “albúm audiovisual” titulado Lemonade y que fue estrenado en exclusiva por la cadena televisiva HBO, se trata de un ambicioso videoclip, dirigido a siete manos, en el que Beyoncé decanta vivencias personales a través de un refinado filtro visual en el que convergen una amplía variedad de estilos, formatos, tendencias y vicios al servicio de un afectivo empoderamiento. Más racial que femenino.

El videoclip históricamente se ha nutrido de la influencia de otras artes, bebe constantemente influencias para digerirlas en condensados e hiperquinéticos fragmentos, pero rara vez esas influencias rebasan la mera glotonería estética y nutren un discurso significativo. En Lemonade, Beyoncé Carter usa el vehículo icónico de “Beyoncé” para llevar un mensaje que parece cercano a sus raíces familiares y étnicas. El álbum visual crea una imagen de la mujer afroamericana empoderada, sensualmente agresiva haciendo uso de un discurso lírico que a través de la destrucción se vuelve edificante.

Armada en episodios conceptuales, Lemonade se ostenta como una bebida visual elaborada con una copiosa lista de ingredientes, más extensa que la de un licuado Popeye. Los directores involucrados, que incluyen a los consagrados Jonas Åkerlund y el maestrazo Mark Romanek, usan referentes visuales tan claros como el trascendentalismo trendy de Terrence Malick (El árbol de la vida, To the Wonder) o el hipermoderno gótico sureño de Ryan Gosling (Lost River, 2014), a su vez regurgitando el ya sobadísimo surrealismo de David Lynch o Alejandro Jodorowsky.

El valor nutrimental de esta limonada está en sus raíces, tanto las ancestrales como las que avienta al futuro. Sin duda filmes y estilos de artistas afroamericanos se hacen presentes. Como el revisionismo vudú de Bill Gunn (Ganja & Hess, 1973), la melancolía suburbana de Charles Burnett (Killer Sheep, 1977) y desde luego la lírica crudeza de los lazos femeninos expuestos por la escritora Alice Walker en su sublime Color púrpura y por la cineasta Julie Dash en Daughters of the Dust (1991), portentoso filme sobre la cultura Gullah, descendientes criollos de esclavos africanos radicados en Carolina del Sur.

Beyoncé y su coro de cineastas conjugan un afrofuturismo visual de vibrante energía y contundente brío, profusamente decorado, en su mayoría finamente montado y cuyo mensaje, aunque por momentos repetitivo y disperso, crea su propia vigencia a través de sus imágenes, tan dulces y refrescantes como un vaso de limonada, hecha con el agrio limón de la opresión racial y de género.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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