‘La forma del agua’ y el sueño de las branquias

La figura pública del cineasta tapatío Guillermo del Toro se ha construido en base a su afabilidad, generosidad y curiosidad, que siempre son reminiscentes de las cualidades propias de un infante. Contempla el mundo con asombro pero sin matices, profundamente enamorado de sus pasiones y fantasías, creándoles mundos que funcionan bajo la lógica de géneros literarios o cinematográficos específicos. En La forma del agua (The Shape of Water, 2017), su más reciente película que le valió el León de Oro en la pasada edición de la Muestra de Venecia, Del Toro se consagra más como cineasta, alcanzando una exitosa marca autoral, a la Von Trier, Wes Anderson o Tim Burton.

Sin superar los altos registros alcanzados con la espectral El espinazo del diablo (2001) o la delicadamente brutal El laberinto del fauno (2006), Del Toro concentra en La forma del agua un cuento de hadas que funciona bajo sus propios términos y que padece de las limitaciones inherentes del género mismo. La película cuenta con los elementos y estructura del cuento de hadas tradicional: situado en una idílico reino (la Camelot de Kennedy), romance al centro (una mujer muda y una criatura/deidad anfibia) y representaciones arquetípicas del bien y del mal, tomando elementos de la realidad estadunidense como el McCartismo o las minorías étnicas o sexuales para dar vigencia y temporalidad a su relato.

Desde los primeros cuadros, empalagosamente musicalizados por un ameliésco score de Alexandre Desplat, Del Toro busca compartir el entusiasta asombro que sus meticulosamente construidos mundos le generan, pero no existe una sumersión ni la búsqueda de algo genuinamente distinto en las búsquedas y preocupaciones del cineasta, porque nos quedamos en una atractiva, cautivante y segura superficie que solamente crea un elaborado reflejo de profundidad.

En sus peores momentos de branding autoral, La forma del agua coquetea peligrosamente con la gula visual del otrora gran artesano Tim Burton, pero en sus cimas, Del Toro crea momentos de llamativa belleza y reminiscentes de las pulcras artesanías de alguien como Jack Arnold (Creature From the Black Lagoon, 1954), construyendo su relato de la forma que la estructura narrativa del cuento de hadas demanda, ciñéndose a su estructura sin romperla y respetando la jerarquía de su fantástico microcosmos. Del mismo lugar donde surge su innegable encanto, se engendran sus insuperables limitaciones.

Al hablar del significado y la importancia de los cuentos de hadas, el psicoanalista Bruno Bettelheim decía que la preocupación de los mismos no era dar información útil sobre el mundo externo, sino del proceso interno que tiene lugar en un individuo. Idea que comulga con la de la psicoanalista suiza Marie Louise Von Franz, quien relaciona las imágenes de tales cuentos con las que aparecen en los sueños. Así como a la silente Elisa (brillante Sally Hawkins), la criatura encarnada por el gran Doug Jones, es sumergida en un tiempo suspendido por el agua, Guillermo del Toro nos invita a dar un turístico chapuzón en sus sueños, con toda la diversión y sin riesgo alguno.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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