‘Godzilla’: Un mito americanizado

La regla dice que ningún remake es mejor que la película original, y en Godzilla (1998) de Roland Emmerich, la regla se cumple al pie de la letra. Claro, hay sus excepciones, pero ésta no la es.

En algún punto este proyecto debe haber parecido una buena idea. Hoy no lo vemos así porque Roland Emmerich terminó jugando en la misma cancha llena de explosiones y pirotecnia que desde hace unos años comanda Michael Bay.

Emmerich y Dean Devlin, su guionista, venían de tres éxitos taquilleros consecutivos: Soldado Universal (Universal Soldier, 1992), Stargate: La puerta del tiempo (Stargate, 1994) y, sobre todo, Día de la Independencia (Independence Day, 1996), una tercia de cintas que los convirtieron en una pareja confiable y segura por la cual podían apostar los estudios. Reimaginar al personaje creado por Ishirō Honda parecía una tarea sencilla, ¿qué podría salir mal?

The Host (Gwoemul, 2006), de Joon-ho Bong, o Monstruos: Zona infectada (Monsters, 2010), de Gareth Edwards, son un buen ejemplo de cine de monstruos donde la(s) criatura(s) que destruye(n) no es lo más importante, sino lo que está en el fondo de una drama humano más grande. Esa es la principal falla del Godzilla americano: los personajes humanos no son lo suficientemente fuertes para que el ataque que están sufriendo tenga resonancia emocional.

La cinta de 1998 arranca con un homenaje al origen nuclear/radioactivo y oriental del monstruo; una vez conocida su génesis, se optó por seguir los clichés del género en lugar de un enfoque diferente. Hay ataques a buques en altamar, radares con manchas gigantes e inexplicables, sobrevivientes con estrés postraumático, barcos destruidos a la orilla de una paradisiaca playa, locaciones destruidas por algo gigante que inexplicablemente logró esconderse, Nueva York destruida, “El monstruo ha muerto…” “Oh, no, en realidad vive”, etc. No hay pasos atrevidos y eso es parte del problema: la falta de imaginación para plantear este ataque.

Regresemos al lado humano. El protagonista del largometraje es el Dr. Nick Tatopoulos, un biólogo especializado en mutaciones radioactivas, o algo por el estilo, interpretado por el eternamente juvenil Matthew Broderick.

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Es el hombre común y corriente que dadas las circunstancias termina con el peso del mundo en sus manos, un personaje que se repite en todas las cintas de desastres de Emmerich. Aunque el público note que tenga la razón o sus suposiciones son correctas, es tan “normal” que los políticos y la gente que toma las decisiones lo marginan hasta que es demasiado tarde.

Pero Broderick no es convincente en ese rol, como sí lo eran –dentro de lo razonable– Jeff Goldblum en Día de la Independencia o Dennis Quaid en El día después de mañana (The Day After Tomorrow, 2004). Tatopoulos parece ser demasiado ingenuo, aun dentro de su campo, para ser convincente. Como ejemplo, tomemos ese primer encuentro del experto con los militares en una playa, en el que, sin “percibirlo”, Tatopoulos entra a una gran huella de lagarto radiactivo. Su reacción es más similar a la de Ferrys Buller cuando es descubierto haciendo una travesura, que a la de un experto en mutaciones que conoce a fondo su campo, it´s a deal breaker. No es extraño que Jean Reno y Hank Azaria terminen robándose la cinta a pesar de tener personajes igualmente poco desarrollados.

Roland Emmerich parece haber optado por deslumbrar a la audiencia a golpes de efectos especiales, relegando la construcción de una historia y personajes a segundo plano. Aunque los efectos especiales tampoco son para volarse la tapa de los sesos.

En 1993, Steven Spielberg y su equipo lograron en Parque Jurásico (Jurassic Park) hacernos creer que los dinosaurios habían vuelto a la vida y habitaban una isla cerca de Costa Rica. Evoquemos esa escena inicial en que los invitados al parque ven por primera vez a las criaturas.

Para Godzilla se optó por dejar todo a lo que podrían crear las computadoras y sólo usar animatronics en las secuencias con los bebés dentro del Madison Square Garden. El resultado es una criatura poco creíble y que parece cambiar de tamaño constantemente. Asimismo, para ocultar los limitados logros del CGI de aquellos años, el equipo de efectos especiales decidió ambientar la cinta en época de lluvias: así, nunca vemos a Godzilla atacar bajo la luz del sol ni tenemos la oportunidad de maravillarnos con su presencia, como con los saurios de Jurassic Park.

La falta de creatividad que ostenta el proyecto se nota aún ahí donde Emmerich y Devlin trataron de ser biliosos y corrosivos. Dos de los personajes de la trama son el alcalde Ebert (Michael Lerner), quien busca la reelección, y su asistente Gene (Lorry Goldman), un par de pelmazos interesados, por decir algo lindo.

Son una referencia clara a los afamados críticos Roger Ebert y Gene Siskel, quienes habían reseñado negativamente las películas anteriores de la pareja creativa detrás de Godzilla a pesar de su enorme éxito comercial. El chiste se queda corto, no tiene suficiente mala leche para ser efectivo y careció de ingenio para hacer enojar a los aludidos. En su crítica, Ebert dijo que esperaba que el monstruo al menos lo aplastara y en cambio se la dejaron muy ligera.

Los dientes de esta lagartija mutante nunca tuvieron el filo necesario para dejar una mordida inolvidable en el inconsciente colectivo. La recepción al monstruo fue tan mala que los japoneses decidieron que el Godzilla original debía patearle el trasero a su contraparte americana, retratando el encontronazo en Godzilla: Final Wars (Gojira: Fainaru uôzu, 2004) con la copia perdiendo en cuestión de segundos ante el poderío del kaiju más famoso en la historia del cine.

El problema de tener nueve años es que cualquier cosa apantalla.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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