Tal vez sea su origen japonés o su omnipresente y desconcertante presencia, pero Godzilla, el monstruo creado por Shirō Honda, no termina por alcanzar su potencial cuando abandona territorio nipón y se sumerge en las turbulentas aguas de la producción hollywoodense. Piensen en la versión de 1998 bajo el mando de Roland Emmerich (El día después de mañana, Día de la Independencia) con su criatura de tamaño caprichosamente cambiante o la del 2014, donde los conflictos de la joven pareja protagonista estorban y restan brillo al verdadero héroe de capacidad nuclear.
Algo similar sucede en Godzilla II: el rey de los monstruos (Godzilla: King of the Monsters, 2019), las acciones inician a mitad de la secuencia final de la cinta del 2014, cuando Godzilla libra al mundo de un par de monstruos con antojo atómico. Abajo, a ras de suelo, una familia vive una tragedia que se repite en todos los rincones de la ciudad, donde padres, madres, hijos y amigos han desaparecido entre los escombros.
Saltamos unos años en el tiempo hasta ver a madre e hija, la Dra. Emma (Vera Farmiga) y Madison (Millie Bobby Brown), en una moderna instalación donde un grupo de científicos investiga cómo comunicarse con las enormes bestias que duermen bajo la corteza terrestre. Unos terroristas irrumpen en el lugar con intenciones poco humanitarias –desean despertar a más monstruos–, toman el equipo de comunicación y, de paso, secuestran a las protagonistas. El futuro de la familia y del mundo queda en manos del ex-alcohólico Mark (Kyle Chandler) y la organización encargada de mantener a los monstruos en control, la opaca MONARCH.
Esos serán los dos pilares sobre los que se sostiene la película dirigida por Michael Dougherty (Krampus: El terror de la Navidad), por un lado el drama de una familia separada por la tragedia que lucha por unirse de nuevo; por el otro, el enfrentamiento de Godzilla con nuevas amenazas colosales: el volcánico Rodan –curiosamente mexicano– y la amenaza extraterrestre/dragón de tres cabezas King Ghidorah. La mayoría de las películas del género (de kaijus, les dicen en el lejano oriente) usan la misma estructura, para dotar a los conflictos mostrados de humanidad.
Sin embargo, aquí el drama humano estorba por lo chato de su trazo, la familia no funciona como tal sino como pretexto para hacer avanzar la trama, como ya sucedía en la entrega anterior –aunque, en aquella del 2014, Gareth Edwards (Monstruos – Zona infectada) hacía un mejor trabajo a nivel visual y narrativo, los humanos eran molestos, pero no estorbaban a las acciones–. Piensen en el equilibrio de la más reciente producción de Toho dedicada a su famosa criatura, en Shin Godzilla (Shin Gojira, 2016) donde el impacto del ataque del monstruo encuentra una resonancia emocional al mismo nivel en los paniqueados burócratas que protagonizan la cinta –debe ser una de las pocas películas donde la burocracia y sus interminables procesos sí salvan el día–.
Quizá se trate de la idiosincrasia del pueblo japonés o de su sensibilidad social. Para ellos Godzilla/Gojira es una representación de sus ansias y miedos más profundos: sus inicios se dieron tras la bomba atómica de Hiroshima y la amenaza nuclear tras la explosión, Shin Godzilla llega después del accidente de la planta de Fukushima, que desató temores similares. La bestia es la representación de una amenaza cercana y muy real, aun cuando esté forrada de cuerule.
En América, es un vehículo más para tratar de armar una franquicia y juntar unos dólares. Es un espectáculo portentoso y vacío.
Por Rafael Paz (@pazespa)
Publicado originalmente en Forbes México Digital.