Ferrari y la velocidad de los fantasmas

Michael Mann ha mostrado desde sus primeras películas una melancolía de movimientos tan ágiles que se oculta en fachadas de testaruda virilidad y un intimidante porte, y que para Ferrari (2023), su más reciente trabajo, es incapaz de contenerse, dominando completamente el tono de la película: ya no es solo melancólica, sino profundamente triste y doliente, casi desamparada. No hay que confundir eso con el ritmo al que se mueve la narrativa, que puede ser tan frenético como sigiloso, pero Mann tiene la agudeza de hacer aún más fugaz la velocidad y ralentizar el dolor que sus personajes experimentan.

Más que una colección de hitos biográficos, cine en primera persona, Ferrari elige un momento específico en la vida de Enzo Ferrari (Adam Driver), el verano de 1957, cuando su empresa y su familia se encuentran en un tiempo particularmente delicado. Su compañía se encuentra al borde de la quiebra y su esposa Laura (Penélope Cruz) se mueve como un fantasma en su casa, totalmente desanimada por la muerte de su hijo. Este evento, aún más que cualquier asunto relacionado con el automovilismo, es lo que distingue este trabajo de otras biografías asépticas e “inspiradoras” que pululan buscando obtener validación artística a través de premios. No es un motor lo que mueve este Ferrari, sino un débil corazón cuyos agonizantes latidos arrojan una pulsión de vida. Un avistamiento cada vez más raro en el cine contemporáneo.

Así como otras obras de Mann, Ferrari muestra la nobleza y belleza que desprende un oficio ejercido con diligencia, independientemente de las consideraciones éticas, sea el de ladrón como en Thief (1981), el de asesino en Manhunter (1984) o Collateral (2004), el de policía en Miami Vice (2006), el de periodista en The Insider (1999) o el de empresario y mecánico en Ferrari –aquí hasta una simple negociación se convierte en algo estimulante–. Como lo afirma el mismo Enzo al dar una lección de mecánica a su hijo:

When a thing works better is beautiful for the eye.

Ese principio anima la película, que se construye de una manera clásica, más no convencional. El ritmo anticlimático, casi errático, parece emular el de una máquina que está tratando de encontrar el funcionamiento óptimo y que una vez que llega ahí, se precipita a concluir su operación. Esto podría parecer algo frío y distante, y a pesar de que esa distancia es la que le da a la filmografía de Michael Mann un distintivo sello, es la emoción en su estado más crudo lo que mantiene al espectador cerca del mundo que presenta en cada filme.

ferrari002

Específicamente en Ferrari, esa crudeza recae casi por completo en la caracterización de Penélope Cruz, quien después de trabajar años con Pedro Almodóvar, desde Todo sobre mi madre (1999) hasta Madres paralelas (2021), se ha convertido en una curtida y experimentada intérprete del melodrama, incluso hay momentos en los que es tentador imaginar que si ésta fuese una película del cineasta manchego, bien podría titularse, en tradición absurdista y estrafalaria, Las lágrimas de los motores.

El oficio de Cruz –digno y bello de admirar en todo aspecto– se suma al de Mann como cineasta y también al de Adam Driver como actor, quien como Enzo en la película, se mantiene alejado del dolor para poder mantener no solamente su empresa, sino a sí mismo a flote. Laura es de manera simultánea, un acelerador y un freno para la película, es ella quien marca la velocidad a la que se mueve el relato pero que desea fervientemente no tenerlo. Esto también se anuncia a cuadro cuando se escucha decir:

When a mother interferes in a business, death usually follows.

Cuando los personajes acuden a una representación de La Traviata de Giuseppe Verdi, la pasión con la que los actores que interpretan a los amantes reunidos Violetta y Alfredo en la obra cantan un dueto de despedida parece decir, a todo pulmón y con lujo de pompa dramática, lo que Laura y Enzo ya no pueden. Para Mann, el arte es el vehículo emocional más compacto y concreto, el único capaz de articular la abstracción del alma humana, una idea que se asomaba de forma diferente en Blackhat (2015), pero con un acercamiento técnico similar.

Ferrari se ostenta como una prudente parábola, particularmente apta para nuestros tiempos, que muestra que por muy rápido que se pueda ir no hay forma de vencer al tiempo y su fugacidad y que cuando se quiere llegar ahí, el único camino posible desemboca en la tragedia, como sucede en el acto final de la película, donde una vez más queda demostrado que la espectacularidad es un acto vulgar y morboso, quizás una pedrada involuntaria para los cineastas contemporáneos que dicen admirar a Mann pero que toman todas las lecciones incorrectas de su cine. El legado de un artista está lejos de las máquinas y cerca de lo humano.

Con enorme sobriedad y humildad, Ferrari no celebra el éxito de ningún tipo, sino que lamenta profundamente todo lo que éste acarrea: una responsabilidad abrumadora con una audiencia que cree admirar un espectáculo que desafía a la muerte desde una distancia segura, pero que corre el riesgo de perecer frente a lo que tanto admira y transformarse, como los personajes de Ferrari, en fantasmas que se mueven a tal velocidad que son como la propia película: discretos, sigilosos, silentes y animados por el dolor.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

    Related Posts

    Madres Paralelas: La orfandad del tiempo
    Historia de un matrimonio y lo que fue
    8º Los Cabos | Los muertos no mueren de Jim Jarmusch
    Diarios del TIFF 2019 – El divorcio gentil
    ‘Dolor y gloria’ y la patología del recuerdo
    Cannes 2019 | ‘The Dead Don’t Die’: Repetir morir