Madres Paralelas: La orfandad del tiempo

En las películas más recientes de Pedro Almodóvar hay una disonancia curiosa entre los personajes y las situaciones que enfrentan. Mientras que esa abstracta fuerza conocida como “destino” se comporta de la forma más arrebatada e intempestiva posible, los personajes que padecen sus arrebatos se muestran cautos y prudentes, abiertos a aceptar el dolor –y la discreta gloria– que viene con ellos. El drama en Madres paralelas (2021) no se agota en el sufrimiento sino que se ennoblece a través de los vínculos que deja a su paso, tan profundos e imbricados que trascienden generaciones con una inusual urgencia para Almodóvar.

Después de reconciliarse consigo mismo en Dolor y gloria (2019) bajo sus propios principios, Almodóvar busca algo similar con la historia de su país, particularmente con el franquismo, que hoy parece un fantasma que pocos recuerdan y que ante su reaparición, no causa el terror que generaría un espectro sino la indiferencia propia de ver a cualquier persona caminando por la calle. La desconexión entre los jóvenes contemporáneos y el pasado aterra al cineasta español más que su propia muerte, con la que ya se permitió fantasear y regodearse en la ya mencionada Dolor y Gloria.

En Madres paralelas, el drama tiene su propia ciencia y principios de funcionamiento rigurosos y precisos. Así, una prueba de ADN puede detonar un embrollo digno de cualquier película de John M. Stahl (Imitation of Life, 1934; Our Wife, 1941) o una excavación forense puede redimir el longevo sufrimiento de un familiar desaparecido. Como en Volver (2006), película en la que los barquillos también tienen un papel central en la mesa, lo paranormal encubre el dolor de la verdad. El punto nodal de la película, una idea tan vieja como el melodrama mismo, deja de ser risible al no encontrarse con reacciones histéricas y pasionales arrebatos, sino con templanza y hasta prudencia, palabras inauditas para describir la obra previa del cineasta español.

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Los sentimientos en el trabajo de Almodóvar, incluso cuando los personajes fingen, responden a un principio de verdad, las relaciones entre sentimientos propios y ajenos configuran una alquimia que incluso cuando parece caótica, mantiene un sólido equilibrio. El ensamble femenino, liderado por una luminosa Penélope Cruz, alcanza una nitidez emocional tal que únicamente necesita de los gritos y las lágrimas, componentes vitales del melodrama, en labor de parto.

Madres paralelas no se desborda en los excesos de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1989) –no es casual la breve participación de Julieta Serrano–, por ejemplo, sino que hasta las mujeres más jóvenes, como Ana (Milena Smit), o más frívolas, como Teresa (Aitana Sánchez Guijón), tienen derecho a la serenidad igual que Elena (Rossy de Palma) que a pesar de desear a Janis (Penélope Cruz), la respeta y la apoya incondicionalmente. Si de algo hay un exceso aquí, en todo caso, sería de pura gentileza.

No es casual que al centrarse en la maternidad, todas las interacciones en Madres paralelas estén permeadas por una calidez que nunca abruma, sino que conforta, incluso en los momentos de mayor tensión. El acercamiento formal de Almodóvar hacia los personajes tiene ese mismo cuidado, los fades que se usan en la película literalmente se apagan en la piel de los personajes, con el mismo cuidado y cariño que una madre dirige a su bebé recién nacido.

El tiempo se ha convertido en una preocupación central en las recientes producciones de Almodóvar. El pasado se conserva no como una reliquia meramente decorativa sino como un espacio vital, como cuando Ana (Smit) dice de la casa en la que creció la abuela de Janis: ¡Que rural! No cambiaría absolutamente nada en ella. En Madres paralelas el drama mayor se concentra en un miedo mayor que la pérdida de una hija: dejar al tiempo huérfano al hacer que el futuro se parezca demasiado al pasado.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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