The Curse y el espejo dentro del espejo

Los realities nacieron con la intención de llevar “realidad” al entretenimiento, fragmentos de vida directo a la pantalla de una televisión, sin la estructura del documental o sus exploraciones formales. Esa era la promesa de algo como The Real World (1992-2017), donde un grupo de personas era reunido en un departamento para seguir su “vida real”, cambiando la ciudad con cada temporada (¡¿33?!).

Sin embargo, la intención de acercarse sin ningún filtro al día a día de desconocidos duró poco y la primera parte de los dosmiles vio la llegada de otro tiempo de “reality”, uno más cercano al escándalo (The Bachelor, Fear factor), la intriga (Big Brother, La casa de los famosos), caos (Survivor, Sexy Beasts) y cualquier cosa que mantuviera el rating andando (Kitchen Nightmares, Kid Nation, Joe Millionare), esto tuvo como conclusión lógica una disminución paulatina de aquello que llamamos realidad hasta gestar una imitación de nuestras vidas. Artificial, sí, pero la aceptamos, porque vaya si puede ser adictiva y de algún lado hay que sacar la dopamina.

La popularidad de este tipo de programas no sólo fue muy redituable para varias compañías productoras y quienes se prestaron a ser objeto de la cámara, también dio paso a una serie de ejercicios que intentaron cuestionar, analizar o deconstruir dichas emisiones, a la manera, por ejemplo, de cómo Evangelion (Shin Seiki Evangerion, 1995-96) lo hace con los mecha anime japoneses (esos que tienen robots gigantes, como Robotech); Sin perdón (Unforgiven, 1992), los western clásicos norteamericanos; o Ziwe Fumudoh, conductora de Ziwe (2021-22), los programas de entrevistas.

Quizá por la propia artificialidad de los realities, aparecieron inicialmente fuera de ellos y no en su interior, a la manera de La casa de los dibujos (Drawn Together, 2004-07) o el par de guiños producidos por la meta productora NBC de 30 Rock (2006-13): MILF Island (eco de Survivor y The Bachelor) y Queen of Jordan (Keeping Up with the Kardashians). Aunque, recientemente, Jury Duty (2023) demostró que es posible jugar con el género sin perder cierto nivel de entretenimiento.

Este poco atrevimiento a cuestionar sus formas y explorar su lado más artificial (¿miedo a romper el hechizo con el público? ¿o poco interés de la audiencia en romperlo?), ha hecho destacar el trabajo del cómico Nathan Fielder en shows como Nathan For You (2013) –dedicado a satirizar los programas dedicados a dar soluciones a emprendedores– o The Rehearsal (2022) –que toma como punto de partida las emisiones en que un equipo de expertos transforman tu vida–, quien ha conseguido darle la vuelta a la tortilla insertando realidad a la “ficción” de los realities para descubrir hasta dónde puede llegar el caos y nuestra incomodidad/burla ante los hechos mostrados.

Su nuevo trabajo, The Curse (2023), sigue ese camino, aunque insertando dichos elementos en una narrativa –relativamente– convencional gracias a su alianza en dirección y guión con Bennie Safdie (Uncut Gems, Good Times, ambas co-dirigidas y escritas junto a su hermano Josh), y la actriz Ema Stone, demostrando que detrás de su encanto de estrella de cine puede brotar veneno puro (ya había dado señas de esto en La favoritaThe Favourite, 2018–).

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La trama tiene como personajes principales al matrimonio conformado por Whitney (Stone) y Asher (Fielder), una pareja asentada en La Española, Nuevo México, lugar en el que han decidido iniciar un negocio de costosos hogares pasivos –básicamente eco friendly</>–, al tiempo que intentan echar a andar un reality show, Flipanthropy, para la cadena HGTV –un canal de televisión real especializado en programación enfocada en mejoras del hogar– con la ayuda del productor ladino Dougie (Safdie). La dinámica de la producción, además, busca ayudar a la comunidad generando empleo con diversos negocios “justos”, como una cafetería, tienda de ropa, etcétera.

Con el pasar de los capítulos, descubriremos que las buenas intenciones de los Siegel no lo son tanto, entre otras cosas: ella es hija de acaudalados terratenientes de la zona y la creación de las casas es otro negocio inmobiliario especulador; él llegó a La Española para participar en un bisne depredador de adultos mayores. Así que, igual a sus casas forradas de espejos, la unión guarda herméticamente sus secretos mientras expone al exterior una hermosa fachada de buena ondez. Dougie también tiene lo suyo, pero nunca lo esconde, sino que lo porta con orgullo.

Si Nathan For You mantenía su sátira dentro de los límites de los realities y The Rehearsal iba mudando de piel conforme avanzaban sus capítulos hasta abandonar por completo ese cascarón, The Curse consuma dicha transición poniendo el foco casi por completo en lo que sucede detrás de cámaras durante los meses de producción del proyecto, sólo dándonos pequeños fragmentos de Flipanthropy hasta que emocionalmente sea necesario ver un episodio casi en totalidad. Sumando, además, un punto de vista vago, colocando la cámara –sobre todo cuando los personajes están en exteriores– a distancia y mirando a través de cristales, objetos y todo lo que se cruce frente al lente, imitando la actitud de un fisgón en la filmación.

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Esta decisión dota a la serie de un tono distinguible –comparado con otras producciones contemporáneas, rápidas e impersonales para la máquina de contenido– y, especialmente, incómodo, porque si algo produce The Curse en el espectador es incomodidad. No sólo por los hechos que se nos muestran sino por cómo estos nos reflejan o ponen al centro las dinámicas de la sociedad en que vivimos y los conflictos que surgen cuando éstas salen de lo inmaterial –la ficción de la televisión, los manifiestos queda bien de las redes sociales– para intentar asentarse en lo real. Este ir y venir es potenciado gracias a que los creadores decidieron trasladar su bosquejo narrativo a La Española y nutrirlo con elementos propios del lugar, incluyendo a los habitantes. De esta manera, por ejemplo, la serie adopta como una de sus líneas centrales la apropiación cultural y las maneras en que incluso defender a los habitantes originarios de ella, es también una manera de validarse en el mundo “ficticio” si es que no se acompaña de acciones concretas.

El fruto de estos cruces –anclado en la tóxica pareja central– acerca a Fielder y Safdie al trabajo de John Waters, otro gran analista de la conciencia estadunidense a través de lo vulgar, aunque filtrado por aquello que algunos llaman “el cine de vanguardia”, especialmente el europeo de mediados del siglo pasado, en el que la cámara se liberaba de sus grilletes narrativos más rígidos para convertirse en acompañante espiritual de los personajes. Sólo una mezcla así puede invitarnos a entrar a la casa de los espejos para asquearse y cuestionarse con cada reflejo.

Por Rafael Paz (@pazespa)