Este es un texto confesional,
No quiero que nadie me identifique.
Salvador Mallo, Adicción
Constantemente se dice que Pedro Almodóvar es un cineasta que no deja de repetirse, su manera de filmar y narrar ha ejercido una abrumadora influencia en legiones de imitadores, algunos más hábiles que otros. Sin embargo, pocos de ellos han entendido el tema predilecto del manchego, siempre está ahí, desnudo y transparente, no obstante invisible para quienes se dejan llevar por el color o el disparate. Su tema es el deseo.
Almodóvar llega a Dolor y gloria, su más reciente película estrenada en el Festival Internacional de Cine de Cannes, como un cineasta que olvidó cómo desear en primer lugar, dejando en su lugar únicamente dolor y un cuerpo destruido. En la película, Almodóvar usa como principal alter ego a un brutal Antonio Banderas, quien interpreta a Salvador Mallo, cineasta que con motivo de la presentación de su película Sabor en la Filmoteca de Madrid inicia un proceso de recuperación de sus memorias, tratando de encontrar un motivo para escribir de nuevo y, quizá, filmar.
Trabajando sobre los arquetipos que han poblado su filmografía y casi estructurando la película a partir de ellos, Dolor y gloria basa su funcionamiento en una poderosa idea: recordar es destruir. A través de un uso sublime del montaje, las memorias de Salvador Mallo irrumpen la narrativa con la misma sutileza y discreción que la luz se estrella con una pantalla para crear imágenes. Los espacios e interiores, como es usual en las películas de Almodóvar, más que habitarse se transitan y el flujo lineal y curvilíneo de sus diseños lleva la narrativa misma, nada es artificial ni gratuito, lección que Almodóvar parece haber aprendido después del bello pero innegable tropiezo de Julieta (2016).
El cuerpo es el principal dispositivo narrativo en Dolor y gloria, pero no un cuerpo perfecto sino uno en descomposición, el del cineasta mismo. Almodóvar usa este recurso para reflexionar sobre otros temas que han sido predominantes en su carrera como el vínculo entre infancia y religión (La mala educación, 2004); la coralidad femenina y materna (Volver, 2006); la furtividad de un amante perdido (Hable con ella, 2002); y, desde luego, el cine mismo (Los abrazos rotos, 2009), todas películas que consolidaron al manchego como una figura internacional, consumible y con una considerable presión, incondicionales que, a cambio de su fidelidad y devoción, demandan que al cineasta que se repite a sí mismo. Aquí Almodóvar no puede estar más lejos de repetirse y más cerca de recordarse, lo que hace de Dolor y gloria una cruda y honesta autoficción.
Se podría pensar que por ello, Almodóvar ha realizado una película cercana a 8 ½ (Federico Fellini), aunque su forma cruda y sincera la acercan más a Intervista (1978), dueña de un tono bucólico que no se centra en la crisis del cineasta sino en su reconstrucción y, para lograrlo, la película recurre al agua. El cuadro inicial del largometraje presenta a Salvador (Banderas) en el fondo de una piscina, la cámara sigue una línea que continúa en una cicatriz en el pecho de Salvador, la cámara sigue el flujo del agua hasta la corriente del río en el que Salvador de niño mira a su madre (Penélope Cruz) y otras mujeres del pueblo –incluyendo una breve aparición de la cantante Rosalía– lavar ropa.
La autoficción del cineasta manchego se nutre de elementos reconocibles: actores como Penélope Cruz o Cecilia Roth, la siempre elegante y sofisticada contribución musical de Alberto Iglesias y, desde luego, el sello que la producción de su hermano imprime. Al centro se ubica la relación con Antonio Banderas, quien canaliza a Almodóvar en esencia, un entendimiento tal entre director y protagonista nunca conseguido con sus múltiples musas. La gran anomalía –y no– de Dolor y gloria es que concibe al personaje almodovariano por excelencia: un hombre, Almodóvar mismo.
“Los ojos cambian, las películas no”, dice Zulema (Cecilia Roth) a Salvador en la primera parte de la película y aunque ésta está poblada de memorias y recuerdos, Almodóvar parece estar convencido de que podemos creerles más a las películas que a nuestros recuerdos. Dolor y gloria plantea una pregunta muy pertinente: ¿cómo dirigimos nuestra memoria? Recordar es filmar, lo que hace del cineasta una figura que instruye, nos enseña cómo mirarnos. Así, de niño, Salvador dirige la mano de Eduardo, su primer deseo, uno que solo el cine le permite recuperar.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)
Publicado originalmente en Correspondencias: cine y pensamiento.