‘Escándalo americano’: El engaño de la energía

En la vida delictiva siempre existen, y existirán timos y desfalcos, que por su ingenio, su descaro, su inteligencia o su bravura nos parecerán brillantes y dignos de admiración, incluso si uno mismo fue la víctima de tal engaño. Escándalo americano (American Hustle, 2013) no es uno de esos timos, muy al contrario, pertenece a la clase de engaños que de tan burdos, vacíos e insulsos es irremediable pensar que caímos en una trampa de abrumador atractivo, liderados por un colectivo de fantoches, mamarrachos y mentirosos vividores que, sin embargo, llegan a ser carismáticos y por momentos, memorables.

David O’Russell, cineasta estadunidense, reconocido por crear ágiles verborreas y formar sólidos ensambles actorales (Flirting With Disaster, 1996; I Heart Huckabees, 2004) así como su irascible y mezquino carácter en el set. El director parece haberse encandilado con la gloria oscaril, después de ser aceptado en el club por su bien lograda, si poco memorable, The Fighter (2010) y con su híper valorada Silver Linings Playbook (2012), que llevó a sus cuatro actores principales a obtener candidaturas al Oscar.

Después del relativo fracaso de esta última cinta en los Oscar (que después de todo le embolsó un pelón de oro a Jennifer Lawrence), O’Rusell rápidamente tomó la historia de un par de timadores que se aliaron con un vorazmente ambicioso agente del FBI para emboscar a políticos en actos de corrupción para abarrotar el elenco de grandes estrellas, suntuosos vestuarios, nostálgicos peinados y vibrante energía actoral al servicio de una historia sosa, inverosímil, incongruente y con una dirección que parece responder más a un bribonesco pillaje que a una auténtica visión artística.

El trabajo de O’Rusell en esta ocasión, parece olvidarse de su recurrente carencia de identidad visual (misma que ha sido reconocida por el director en repetidas ocasiones) para adoptar de manera torpe y penosamente evidente los tics de un titán como lo es Martin Scorsese, incluyendo zooms disruptivos, tracking shots de pobre manufactura y una edición apenas efectiva. El guión de O’Rusell y Eric Singer no escatima en one-liners y rebatingas de indudable agilidad, no bastan para dar una cohesión que este tipo de historia suele necesitar.

Afortunadamente, contamos, como es costumbre de O’Russell, con un arrebatador ensamble actoral encabezado por un fofo Christian Bale, ataviado en peluquín, gafas y  trajes multicolor como Irving Rosenfeld: experimentado artista del engaño que se añade a la retahíla de grandes creaciones de Bale, sin destacar. Por otro lado está la sexualizada vulnerabilidad identitaria de Amy Adams como Sydney Prosser, otra artista del engaño con un encantador (y bastante falso) acento británico. Bradley Cooper, en su segunda colaboración al hilo con O’Rusell, nunca había sido tan deleznable y repulsivo (ni siquiera en The Hangover) como el desesperado agente Richie DeMaso. Jeremy Renner apenas cubre la cuota, mientras que papeles pequeños interpretados por Louis C.K., Elisabeth Röhm, Michael Peña y Robert De Niro crean un dinámico mosaico histriónico.

Pero el alma de la cinta pertenece al personaje que define la esencia de un filme como Escándalo americano, la armonía entre basura y un recargado perfume floral, la cada vez más grande Jennifer Lawrence como Rosalyn Rosenfeld, la infeliz esposa de Irving. Lawrence imprime impecable timing cómico y corriente energía a Rosalyn robándole, en una jugada ruin y traicionera de O’Russell, el personaje a Amy Adams, quién prácticamente desvanece en el segundo acto que culmina en rabioso beso en el baño de mujeres. Aunque sin duda oportunista, Lawrence saca el máximo de su rol, ya sea metiendo aluminio al horno de microondas o haciendo que huelan su barniz de uñas, llega al punto más álgido con su desgarbada interpretación de Live and Let Die, que habrá de alimentar timelines de Twitter y muros de Facebook hasta el final de los tiempos.

Resulta elemental, si no es que vital, para completar el atractivo de Escándalo americano, un llamativo diseño de producción, vestuario, peinado y maquillaje, que sin duda resultan reveladores de carácter. El peluquín de Irving (Bale) revela su ambivalente naturaleza delictiva, los eternos escotes de Sydney (Adams) en recurrente búsqueda de sentido y confort, los tubos y permanente de Richie (Cooper) incisivamente buscando superación personal, los sobrios y politizados cortes de traje de Polito (Renner) así como el barniz y drapeado de Rosalyn (Lawrence) símbolos de opulento y corriente lujo. Un completo paisaje de identidad reflejados en objetos de status simbólico.

Sin duda, Escándalo americano resulta de entrada una atractiva opción. Atraídos por un fuerte aroma, la audiencia es seducida a presenciar un espectáculo de intermitentes detonaciones, flashazos cegadores y puñados de materialismo sin cohesión alguna. Una serie de llamativos fuegos artificiales que una vez difuminados, dejan un desagradable hedor y una gran cantidad de desperdicio en el piso.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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