‘En la casa’: La falacia del arte

Pensar, analizar, inventar, no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia…
Jorge Luis Borges, Pierre Menard, autor del Quijote

Hay una tendencia en los hogares de clase media a percibir el arte como una distracción. Si no da dinero, no sirve; leer no implica estar ocupado; el cine es ficción, vocablo desafortunado este último, que se confunde con mentira. Y la mentira, sin embargo, es la de la normalidad, la felicidad, que son ideales, precisamente por inalcanzables, a pesar de la fuerza con que se aferra a ellos la “gente común”.

Esta noción del arte como inútil es una de las discusiones centrales de En la casa (Dans la maison, 2012), de François Ozon. La transformación del arte en comodidad es motivo de lamento y burla en este ejercicio fársico donde la caricatura prevalece por encima de lo humano, y sobre las ideas cae la sombra. Acaso la acusación más grave contra Ozon es la más recurrente: la falta de pensamiento en su obra. En la casa, sin embargo, es una cinta abundante en ideas, pero todas ellas incompletas ante la necesidad anecdótica de su director, que prefiere el impacto de la trama al desarrollo de un discurso coherente.

Dada la recurrencia del voyerismo en su obra –recordemos las imágenes de espionaje a los súcubos de Swimming Pool y Joven y bella–, no es difícil pensar que Ozon es aliado de Claude García (Ernst Umhauer), un joven estudiante del Liceo Gustave Flaubert, que encuentra un mentor y, más adelante, un rival en su profesor de literatura, el nabokovianamente llamado Germain Germain (Fabrice Luchini). Claude disfruta de introducirse a la casa de su compañero Rapha Artole (Bastien Ughetto) para observarlos a él y a su familia y después escribir sarcásticos relatos donde enfatiza su insatisfacción con su propia pobreza y la ausencia de su madre, características opuestas a la aparente felicidad de los Artole, en cuya casa cabe varias veces la suya. Estos esbozos se convierten en una obsesión para su profesor, audiencia y crítico, quien comienza a transgredir su ética profesional con tal de leer más y satisfacer así su necesidad de crear ya no literatura, para lo cual es inepto, sino al mesías literato.

La relación entre Pigmalión y Galatea, el creador y su obra, se establece entre Germain y Claude, y Claude y sus textos, como una progresión perversa que se apodera de los Artole, hasta el punto en que dejan de existir por su cuenta para convertirse en personajes manipulables. Ozon expresa, con esta degeneración del hombre a nombre, que el personaje no es algo que se recoja de la vida, sino que se fabrica por completo aun ante el peligro de distorsionar la realidad. La ficción es ilusión, peligro, mentira que embota y distrae. Ozon pareciera tomar la bandera de Jeanne (Kristin Scott Thomas), la esposa de Germain, cuando ésta asegura que la literatura no enseña nada; que cuando Mark Chapman mató a John Lennon, se inspiró en El guardián entre el centeno. Germain guarda silencio sin considerar a Chapman un lector bruto, incapaz de entender la ironía de J.D. Salinger. El gran defensor de los clásicos es vencido por una mujer a quien no le respeta su pasión por el arte abstracto, incluso irrisorio, que vende en una galería. Pero si, según el tono que impone el director, tanto las muñecas inflables con cara de dictador de Jeanne como los grandes autores que Germain admira son irrelevantes, la razón la lleva el explosivo adolescente.

En Claude, Ozon encuentra un hermano voyerista, obsesionado con historias extremas, al igual que él, pero también un vacío que crea una cacofonía intelectual. Cuando Germain insiste en la falta de dramatismo en la vida de Rapha Artole, a quien él insiste que le falta carácter, la película se convierte en una crítica de sí misma, pues lo mismo se puede decir de Claude, de quien un par de datos biográficos explican sus complejos de clase o su enamoramiento por la madre de Rapha, Esther (Emmanuelle Seigner), pero no su voyerismo. Claude es manipulador, relativamente sádico y soñador, lo cual nos da un carácter villano, estereotípico, pero lejos de lo real y lo verdadero en que Germain insiste para crear un personaje vivo. Su crítica y su obsesión con Claude construyen su caída.

Entonces el arte es inútil, incluso destructivo; el artista, voyeur; el crítico, fracasado, y el deseo creativo, resentimiento. Ozon expone una visión pesimista del arte, que se contradice con las grandes expectativas de la reunión final cuando todos estos vicios se juntan para crear en un solo cuadro un muestrario de posibilidad estética; la contemplación de un multifamiliar revela una mina de historias. La abundancia en incoherencia, típica de Ozon, provoca entretenimiento, sí, pero como discurso artístico es una justificación de mediocridad intelectual y de una intención perversa. Crear cine, según Ozon es exponer a los otros para deleitar al mirón, no una búsqueda de la belleza y la verdad, de la humanidad. Mientras cintas superiores como El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) y Sucedió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, 1992) advierten de los peligros al confundir la ficción y la realidad, así como un pesimismo relacionado a la falta de vocación artística en los cineastas, En la casa es una acusación del arte como falacia, tal como lo percibe la tan acusada clase media de los Artole.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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