‘Elefante Blanco’ de Pablo Trapero

Por Joan Escutia (@JoanTDO)

Nicolás se esconde tras hojas de árboles en medio de una noche lluviosa a orillas del Amazonas mientras decenas de personas son asesinadas a sangre fría a manos de tropas paramilitares. Uno de ellos se acerca a él cautelosamente, como buscando algún otro sobreviviente; por fortuna no lo encuentra. Las tropas se retiran mientras la angustia de Nicolás se va diluyendo convirtiéndose en un alivio que no sabe a alegría, sino a miedo. En su torpe caminar se topa con cuerpos inertes llenos de sangre y suciedad por la dura labor de tratar de sobrevivir. Nicolás no está feliz por haber salido vivo de la masacre, se encuentra frustrado por no poder haber hecho nada. Esa gran escena de Elefante Blanco está justo al inicio de la película. Son varios minutos de estupenda manufactura cinematográfica que retrata la crudeza de un hecho tan complejo como la muerte. Las vidas arrebatadas en cuestión de segundos y la reacción del que aún la conserva. Es el inicio de la película y todavía habrá más de una hora por venir.

En Elefante Blanco, la tercera entrega del director argentino Pablo Trapero, vemos la decadencia de las personas ante la impotencia de la putrefacción de la sociedad más baja en la escala. Aquella escena es el preámbulo para una historia todavía más desgarradora, la de una sociedad que vive en el fondo y parece aún no terminar de tocarlo del todo. Nicolás (un estupendo Jéremie Renier) es sólo el perfecto conector para lo que vendrá después. Luego de ser rescatado por el padre Julián, interpretado de manera brillante por el viejo conocido Ricardo Darín, es llevado a su misión permanente: velar por la prosperidad de una comunidad que adoptó una construcción no terminada de un hospital como un hogar en donde viven más personas de las que uno supondría. Ellos, auxiliados por la favorita de Trapero, Martina Gusman, buscan la integridad y prosperidad de un barrio bajo que abusa de la fe, pero que carece de metodologías.

La película plantea el supuesto que muchos ciudadanos latinoamericanos reconocen como propio. Ese que dicta que, sin importar cuánto se ha caído al vacío, siempre habrá una luz de esperanza que está sustentada en las imágenes de la religión. La fe como instrumento principal de seguridad, de visión y como  camino redentor a cualquier crisis de la que se sea mártir. Resulta sencillo notarlo desde el inicio, cuando las increíbles tomas de Trapero muestran un sinfín de construcciones que jamás se terminaron y que, de todas, el templo es la que más fuertes bases contiene y la que servirá para protección en caos futuros. Las personas que aquí viven tienen miles de defectos y sin embargo, sólo dos sacerdotes y una auxiliar de buenas intenciones ofrecen la ayuda. Una ayuda incondicional a pesar de enfermedades, peripecias y sufrimiento en cabeza propia y ajena. El Elefante Blanco es salvaje y nunca hay forma alguna de domarlo.

Estéticamente, Trapero se encarga de relatar la historia desde el punto de vista menos crítico, pero más visceral. Habiendo observado una de sus dos anteriores películas, se nota un incisivo ojo para la voz social marginal. Trapero es el perfecto altavoz para aquellas que no pueden o no se les permite hacerlo. Su mirada, siempre a la altura de cualquier circunstancia retrata escenarios llenos de terror sin algún tipo de filtro, su ojo es el de cualquiera envuelto. Y el espectador se convierte en un turista de aquella villa en donde la delincuencia y la unión convergen de manera única y con demasiada fortaleza, sus tomas los pasean por  las asquerosas calles de la villa, los repudiados sitios en donde las drogas se manufacturan, el repulsivo mal olor de la planta especial para jóvenes drogadictos y la asfixia entre las tensiones que la delincuencia provoca. Trapero lleva de la mano al espectador por los más oscuros lugares de la pobreza y los más bajos instintos de la religión sin vendarles los ojos.

Dentro de la sala de cine en la que vi la película, la audiencia se reía en momentos espontáneos a pesar de la crueldad retratada. Elefante Blanco no sólo es un reflejo de las comunidades marginadas en el corazón de la Argentina Contemporánea, no sólo es una fotografía de cómo las personas de aquel país celebran con cumbia villera la luz dentro de la tragedia, sino que la película se siente empática por el hecho de vivir en un lugar como Latinoamérica. Las personas ríen porque lo observan casi a diario al momento de salir a dar una caminata o manejar su coche por las avenidas y cruceros del país. Las muertes parecen cotidianas porque los tabloides las contienen a diario en todo el continente. Elefante Blanco es una película que triunfa en muchos aspectos y se ve débil en otros pocos, pero a pesar de todo es una cinta que queda como la antítesis del lugar soñado por Le Clezio y el símil del que todos los hispanoparlantes conocemos. Una película que se siente valiente, fría, enclaustrada, asfixiante, sin salida y extrañamente conocida.

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