‘Death, una banda llamada muerte’: Resucitados antes del olvido

Más vale tarde que desenchufado y apilado en una caja de discos que no se escuchan. Aunque con dos años de retraso, llega por fin a las de cine de nuestro país el documental Death, una banda llamada muerte (A Band Called Death, 2012), historia del grupo del mismo nombre, que pese a que se ha vendido bajo el lema de “yo era punk antes que el punk existiera”, es un imperdible para quienes les gustan las historias en las que su protagonista es la guitarra y la resistencia.

La cinta sigue la veta que abriera el hoy fallecido Malik Bendjelloul (Searching for Sugar Man) en cuanto a contar historias de leyendas musicales olvidadas, marginadas o prácticamente desconocidas, mercado que de alguna manera viene a ser una bocanada de aire fresco en el arte de hacer documentales roqueros.

Death es una banda de Detroit integrada por tres hermanos negros, que tuvieron su mayor circulación musical en la década de los setenta, época en la que el Disco agarraba toda la fuerza del mundo y el Motown era el sonido identitario de la juventud.

¿Chicos negros haciendo protopunk? Eso no pintaba bien en una época en la que la música mantenía aún un fuerte arraigo social y racial, político, incluso. Ni el funk ni el reggae pintaban en el panorama de esta banda, que más que punk tocaban un rock animoso, bastante machacón y, sí, bien arraigado en las raíces del grupo, que tenía una imagen más de, irónicamente, funkeros-regueseros, que de unos tipos gruesos de rock de garage.

A través de una forma clásica de documental, con buen ritmo machacón y entrevistas de los involucrados, se narra el periplo y corta carrera de Death por la escena roquera, una que pese a tildarse de libertaria y abierta no podía escapar a sus propios clichés, atavíos y lugares comunes, en donde si no te veías como lo que tocabas difícilmente te creían. Un par de discos entre 1974 y 1976, sumado a una continua descalificación por parte de propios y extraños, los llevaron al ostracismo por décadas, hasta que un sobrino descubre algunos demos en cajas arrumbadas y rescata del olvido a Death.

La banda descubre no sólo la pasión de los pequeñines, sino que de a poco descubren que su cotorreo tenía un séquito de culto notable en las subastas cibernéticas y buen potencial para resurgir de las cenizas. El resultado podría ser emblemático y memorable, sin embargo, y como en Searching for Sugar Man, aquí habría que darle su justa medida a la historia. ¿Injusta? Sí, y sólo sí, en la medida que Death era una buena banda de rock, sin más, y descontextualizada.

Lamentablemente, se tiene que recurrir a decir que son precursores indirectos de los Ramones y los Sex Pistols para que exista carnita vendible, ya que tras verlos en vivo este año en Monterrey en el festival NRMAL, descubrimos que el grupo vive de esa pequeña gloria empujada por el documental, pero que en la gran fotografía del rock no estamos ante algo tan trascendente como en su caso lo son Daniel Johnston o el mismo Rodriguez. Un grupo bien a secas y que son más fuerza, corazón y entusiasmo que leyenda roquera.

Lo rescatable de A Band Called Death está en la resistencia, la música que en otro tiempo fuera mal vista y contestataria, en ser fiel a los principios e identidad. Es un documental que viene bien, además, en un contexto en el que Detroit, una ciudad que económicamente se ha venido a pique financiero y que de a poco va pareciendo una ciudad fantasma, requiere de grandes historias de héroes locales que anímicamente les recuerden de dónde vienen, quiénes son. El balance es positivo y disfrutable a los oídos y a los requerimientos mínimos de un documental de altura. Más allá, sólo el registro que rescata del olvido a una banda de hoy papás y tíos gruesos, bastante cotorrones en vivo. Total, ¿cuántos de tus parientes tenían una banda de rock y hoy salen de gira en leggins? Pocos realmente.

Por Ricardo Pineda (@Raika83)

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