Mubi presenta: ‘Perversidad’ de Fritz Lang

La vida en las sombras es el destino y la prisión del hombre común. Desairado por la luz que obstruyen las figuras más altas en su vida, Don Nadie sólo puede suspirar por la biografía de sus autoridades, pero jamás poseerla. “Nunca esperé tener un reloj así”, dice Chris Cross (Edward G. Robinson) en Perversidad (Scarlet Street, 1945). El regalo que le hace su jefe por 25 años de trabajo no es siquiera un anhelo para el conformista. Los tesoros son para otros. A cambio de la escasez material, el hombre común posee la tranquilidad de una vida sin aspiraciones y sin frustración. Vivir sin deseos, como lo proponen las filosofías ascéticas del Oriente, es vivir sin la angustia de no tener. Pero la presión de una cultura basada en desear sólo puede ver en lo inmaterial nada.

Fritz Lang muestra en Perversidad un mundo en el que la comodidad es la muerte del significado. El arte no vale por la experiencia que congela el tiempo y revela nuestro interior a una distancia que nos explique, sino por los criterios de los críticos y los precios de las galerías. El orgasmo no es una conexión entre dos espíritus que en el cuerpo encuentran una posibilidad de comunicarse, sino una compraventa, frustrada en el patético caso de Chris. El valor de la vida se mide en ceros que se amontonan hacia la derecha. Más allá de un film noir que describa la caída de un individuo, Lang crea con Perversidad una visión apocalíptica del primer instante de la posguerra. No es la paranoia política la que le preocupa; cuando la necesidad de lo innecesario motiva al hombre, la desconfianza se extiende a la especie entera.

Scarlet Street

Chris es una víctima de este nuevo capitalismo, con su publicidad mediática y sus pinturas sobrevaluadas. Su fe en la gente no es la virtud que debería significar la fraternidad. En este valiente mundo nuevo, más parco que el de Huxley, sólo el cinismo y la depredación permiten la supervivencia. La decencia es un lujo para quienes no huelen la podre en las calles. Por ello es en la calle donde Chris encuentra a la tentadora Kitty (Joan Bennett), quien se aprovechará de su habilidad pictórica, que él mismo ignora, para hacer negocio a sus espaldas. El caballero que rescata a la doncella en peligro no obtiene ni el beso del amor verdadero ni el matrimonio que consume su felicidad. La desilusión de Lang subvierte los órdenes arquetípicos y convierte la fantasía en pesadilla.

“Me pregunto cómo es ser amado por una mujer joven como esa”, dice Chris en referencia a la amante de su jefe. Su deseo es una invocación de la presencia demoniaca de Kitty y su novio, Johnny (Dan Duryea). En ellos, Lang encuentra la definición de lo nuevo. Chris es viejo y representa los valores aristocráticos que bañan a la clase baja del siglo XX. El respeto, la probidad, la honestidad, Chris los tiene todos, y también debido a ello es un empleado y un marido obediente. Kitty y Johnny son jóvenes. En su ignorancia y su vanidad representan una generación que creció con hambre y sin respeto. Para sobrevivir engañan, roban, irrespetan. El único valor es el que da el dinero. Su atribución de las pinturas de Chris a Kitty es el hurto más cruel posible. El artista, para esta generación despiadada, es otro rostro de Don Nadie. Para ellos, el provecho viene de la obra como bien de consumo, no de la inspiración o la identidad de quien la pinta.

El castigo más grande es ser borrado del mundo, pero Chris lo tolera bajo la esperanza del orgasmo. Sin embargo nunca lo obtiene. “Hay un límite”, le explica Kitty. Ella puede recibir su dinero pero no su cuerpo. La única riqueza en la vida de este hombre sería una amante, pero en su torpeza se topa con una bruja: Circe. Así como el personaje mítico tornaba a los hombres en cerdos, Kitty hace de Chris un ladrón y, peor aún, una fábrica de arte cuyos productos firma ella. Kitty transforma a Johnny en una bestia violenta que la controla con los puños y la fricción de su piel. Podría pensarse que Lang hace un manifiesto antifemenino, pero la amiga de Kitty, Millie (Margaret Lindsay), es una mujer distinta que desprecia a Johnny y cuestiona el estilo de vida de su amiga. No hay generalización en cuanto a los sexos, pero sí en cuanto al espíritu humano.

Lang, sin embargo, no padece de desmesura; se beneficia de una visión trágica que, aunque ensuciada por los giros melodramáticos, visualiza con melancolía la caída del héroe y su comunidad entera. La destrucción que ve Lang no es física ni fácilmente perceptible; es más bien secreta, como una enfermedad que se come el interior de un paciente. El dinero, nos muestra, es un artificio de la modernidad para borrar el nombre de la emoción, para sacrificar el pasado y para expulsar la decencia y la sensibilidad. El hombre ya no tiene hambre de su alma porque ésta no sabe a comodidad.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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