Croissants desde Cannes 2023 – Día 1

Más allá del total anacronismo y reforzamiento de un discurso fuertemente anclado en la jerarquía –que despide un hedor nostálgico–, la apertura de la 76 edición del Festival Internacional de Cine de Cannes con Jeanne du Barry (2023), la nueva película de la polémica cineasta Maiwënn, la organización del festival ha dado más de qué hablar por las declaraciones de su director creativo Thierry Fremaux – quien, en un arranque de despotismo casi monárquico, afirmó que el festival no es uno de violadores, sino uno en el que la prensa tiene total libertad para quejarse de la dificultad para conseguir boletos– que por su programación.

Fuera de los eventos extra cinematográficos, que suelen dominar el discurso de lo que sucede en Cannes, lo acontecido dentro de las salas ha generado un impacto considerablemente menor… hasta ahora, pero considerando que la Competencia Oficial apenas comienza y que ante la variedad (que no diversidad) de títulos no ha surgido una que reciba aclamo unánime, como suelen asegurar las redes sociales, tan proclives a cronometrar aplausos como sinónimo de calidad. Otra discusión que nos aleja de lo importante, que siempre deben ser las películas.

Monster
Dir. Hirokazu Kore-eda
Competencia Oficial

La fragmentación del relato es un recurso ampliamente utilizado desde hace más de setenta años y, en pocas ocasiones, resulta genuinamente desorientador. Muchas veces dicho dispositivo se siente anclado en la seguridad de tener la narrativa con un orden específico, para, posteriormente, ser cortada de forma irregular con la intención de ser arrojada a los espectadores, quienes, más o menos, pueden formarse una idea clara de lo que pasa.

Este no es el caso del trabajo más reciente del japonés Hirokazu Kore-eda, quien en Monster no parece estar particularmente preocupado porque haya una narrativa inteligible, sino que a partir de una serie de impresiones claras –más físicas que narrativas–, ofrece una visión nítida de las angustias del crecer evocando a cineastas como Louis Malle (Lacombe Lucien, 1974; L’ enfance nue, 1968).

La película tiene como protagonista al apenas adolescente Minato (Soya Kurokawa), quien comienza a comportarse de manera sumamente errática e intempestiva aunque no necesariamente agresiva: pierde uno de sus zapatos, llena cantimploras con tierra o se corta el pelo. La madre de Minato (Sakura Ando) se preocupa por el actuar de su hijo y cuando comienza a investigar se percata de que el responsable es un profesor (Eita Nagayama), el cual acusa a su hijo de ser un bully. El punto de vista se va turnando entre estos tres personajes y apenas se distingue, vagamente, cierta secuencia lógica a lo que está sucediendo, dado que la película se basa en distinguir entre una serie de mentiras.

Kore-eda es principalmente reconocido por las audiencias contemporáneas como un cineasta narrativamente conservador y de economía formal, principalmente por lo mostrado en De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013) o Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018), ésta última le dió la Palma de Oro. Aquí opta por un trabajo de naturaleza más ambigua y sugestiva, como si de repente su cine se hubiera abierto nuevamente a una experimentación que no lo hace necesariamente “mejor”, pero sí sacude el confort de lo conocido. Cabe mencionar Burning (Beoning, 2018), de Lee Chang-dong, como un referente más preciso en cuanto a la impresión que la película deja y, aunque ambas operan con intenciones y personajes distintos, una noción inquietante de oscuridad urde debajo de lo que vemos y de la “historia”.

Monster usa recursos físicos como el sonido de una trompeta (afinada por el trabajo musical de Ryuichi Sakamoto), fuertes vientos y una lluvia a la Ozu (La hierba errante/Ukikusa, 1959) para unir el relato –por encima de situaciones o anécdotas concretas de los personajes–, lo que da una riqueza y peculiaridad que no tenía tanta presencia, o al menos no era tan tangible, en sus trabajos anteriores, con la excepción, quizá, de Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016).

Al centro del largometraje está la relación de Minato con otra adolescente, similar a aquella que tienen los dos protagonistas de Close (2022), de Lukas Dhont, pero a diferencia de aquella, en la que la pulcritud y la claridad son tales que niegan cualquier dimensionalidad a los personajes, Kore-eda construye una película que en su perplejidad logra ser infinitamente más clara respecto a la angustia y el dolor de crecer, sea para convertirse en un monstruo o acusar a los demás de serlo.

Levante
Dir. Lillah Halla
Semana de la Crítica

Existe una ruta clara para cineastas debutantes si es que se desea entrar en un certamen como lo son las varias secciones de Cannes. Ciertos temas y maneras específicas de retratarlos encuentran una serie de facilidades para encontrar el favor de los comités de selección. Hay un valor estimable en cuestión temática, pero en términos cinematográficos, el discurso es modesto o meramente competente. ¿Un ejemplo? Levante, debut de la cineasta brasileña Lillah Halla, quien participó en la Semaine de 2020 con su cortometraje Menarca, tomando como pauta el cine densamente físico y corporal de cineastas como Claire Denis o –la reciente sensación– Julia Ducornau para tratar de establecer una imagen distintiva que termina por disolverse ante modelos preestablecidos de filmar.

Levante presenta a Sofía, una joven jugadora de voleibol, cuyo futuro es amenazado por un conservador y violento efecto manada. En vísperas del campeonato que definirá su futuro como atleta, descubre un embarazo no deseado. Buscando interrumpirlo ilegalmente, acaba convirtiéndose en el blanco de un grupo fundamentalista decidido a detenerla, pero ni Sofía ni quienes la aman están dispuestos a rendirse ante el fervor ciego de una perversa y bien estructurada organización.

Halla tiene una mano segura y menos difusa que otras de sus contemporáneas (como, por ejemplo, Anita Rocha da Silva), con lo que evita que los temas rebasen a los personajes y sus interacciones. Sin ser abiertamente pedagógica ni aleccionadora respecto al aborto, más bien abrazando un sentido de vigorosa sororidad que aleja a su trabajo por completo de los tremendismos tan usuales en películas de temas similares. La presencia física de Ayomi Domenica Dias como Sofía es indudablemente lo que permite a Halla hacer aún más palpables los padecimientos a los que tanto el cuerpo como el espíritu se enfrentan al ver la voluntad sometida.

The Sweet East
Dir. Sean Price Williams
Quincena de los Realizadores

Los mosaicos de los Estados Unidos contemporáneos suelen tener un lugar privilegiado dentro de los festivales de cine, particularmente cuando pretenden ser –o se asumen– críticos consigo mismos, a pesar de que dichas críticas tienen un claro perfil político –ya sea que se incline a la extrema derecha o, el más común, a un perfil liberal demócrata–. En el caso de The Sweet East, debut como cineasta del fotógrafo Sean Price Williams –conocido por su trabajo con los Hermanos Safdie en Good Time: Viviendo al límite (Good Time, 2017) o Alex Ross Perry en Her Smell (2018)–. Más que un mosaico ésta es una odisea en tono picaresco y prosaicamente literario, en la que una joven estudiante llamada Lillian (una extraordinaria Talia Ryder) va cambiando de escenarios y personajes con una celeridad que, en palabras del guionista Nick Pinkerton, trata de evocar por igual la diversidad cósmica de una saga como Star Wars como la obra de Stendhal.

Tal diversidad no solo es literaria, sino también cinematográfica, que con un lúdico espíritu godardiano conjuga la lógica caótica de los universos de caricaturistas como Tex Avery o los Hermanos Fleischer con cineastas como Agnès Varda, Louis Malle (Black Moon, 1975) y, sobre todo, el gran Luc Moullet (Les Contrabandiers, 1968), haciendo de la película, en el sentido más superficial, una ricamente poblada colección de referencias que no se agotan, sino que funcionan como una plataforma desde la cual construye una identidad distintiva que complejiza posturas políticas que, en el discurso actual, tienden a polarizarse con extraordinaria facilidad. La sagacidad del guión de Pinkerton, así como la tersa dirección de Williams, hacen que el proyecto no sea presa de una visión crítica estrecha y reduccionista, dando cabida a una complejidad por momentos absurda, pero que apoyándose en una fina y sumamente corrosiva ironía, logra mantener un sentido de realidad, el mismo que hace reconocibles a las caricaturas como proyecciones humanas distorsionadas.

Lillian pasa por un periplo que va de lo predecible (un fuckboy mezquino que le pregunta si quiere guardar un condón usado) hasta ocultarse de una secta islámica que gusta de música techno y house. Aunque sin duda, el episodio más sustancial es aquel en el que Simon Rex –el mezquino protagonista de Red Rocket (2021), de Sean Baker– interpreta a un verborreico intelectual, experto en literatura –principalmente Edgar Allan Poe–, vinculado a grupos de extrema derecha, que en su mezquindad mantiene una estoicidad admirable ante su innegable interés por Lillian. The Sweet East no mantiene un discurso maniqueo ni moralizante y, en su uso de recursos visuales, es tan agudo como ingenuo: combinando naturalidad con extrema artificialidad, haciendo que la densidad de todo el asunto sea apenas distinguible pero palpable. No estamos ante una simple y vulgar “crítica” de lo que es Estados Unidos hoy, de hecho, durante su presentación al público, tanto el cineasta como el guionista reconocieron su amor por Estados Unidos. Ese amor conlleva ejercer un fuerte espíritu crítico, lección que, en ocasiones, cegados por ese ”amor” a lo que sea, nos vemos imposibilitados de ejercer.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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