Carajita y la estilización peligrosa

Carajita (2021) es una película de la dupla argentina conformada por Silvina Schnicer y Ulises Porra. El filme muestra una relación de cuidado entre dos mujeres que se ve violentamente interrumpida. Sara (Cecile Van Welie) es hija de una familia de la burguesía dominicana. La adolescente vive asfixiada porque su sensibilidad perspicaz la hace darse cuenta de que en su clase social hay algo turbio que intenta ocultarse entre las orquídeas y las plantas de la casa ostentosa en la que habitan. Mientras tanto, Yassira (Magnolia Núñez) hace el trabajo doméstico en dicha mansión, lejos de su hija Mallory (Adelanny Padilla). Ahí, establece un vínculo cercano con Sara, convirtiéndose en una suerte de madre subrogada para la joven. En medio de la trama ocurre un accidente de consecuencias fatales para Mallory.

El filme de Schnicer y Porra dista de ser el testimonio del duelo de una madre o un retrato agudo de la lucha de clases en el contexto dominicano; es, más bien, una estilización sórdida de una escisión aparentemente irreconciliable entre seres humanos. En la película se percibe miedo. Los personajes lo experimentan por razones diversas, incluso opuestas, y lo enfatizan en sus diálogos. El miedo se siente como aguantar la respiración bajo el agua, con una roca amarrada que intenta arrastrarnos hacia lo más profundo: el miedo es saber que existe la posibilidad de no salir con vida. La secuencia inicial ilustra esta experiencia. Sara está sumergida en el océano. El agua turquesa, los orificios del coral fosilizado y la arena rugosa crean una imagen luminiscente. El miedo no es una emoción tan brillante o resplandeciente como esos planos inaugurales; en esa apariencia termina por diluirse. Ahí está manifiesta la tensión de Carajita: entre una forma artificiosa y los efectos de la realidad sofocante que busca mostrar. La falta de complejidad de los personajes, aunada a escenas estilizadas como las de la secuencia inicial, conducen a una anestesia emotiva. Finalmente, ese miedo que se respira es el miedo al prójimo, tanto entre los personajes del filme como en la actitud con la que se les registra: la otra persona es siempre un peligro, una amenaza.

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En un distante plano general, Yarissa se encuentra sentada cabizbaja afuera de restaurante mientras se escucha “La vida no vale nada”. La idea de ese verso lapidario permea el espíritu de la película. En Carajita, la vida no vale nada precisamente porque ésta se intenta comprar o compensar monetariamente cuando se pierde. El padre de Sara cubre los gastos por la muerte de Mallory y, tras una negativa inicial, una de sus primas acepta. Los progenitores de la adolescente en la película son seres desagradables y satelitales que casi siempre aparecen en el borde del encuadre, evocando la distancia que existe entre ellos y el resto de las personas, incluso su hija. Por ejemplo, en una secuencia cercana al final, Sara se corta con un fierro oxidado y la madre le pregunta si tiene la vacuna contra el tétanos. Ahí se muestra un desconocimiento profundo que contrasta directamente con la intimidad que existe entre Sara y Yassira, en la cual se comparten desde temas románticos hasta escatológicos (“¿ella se tira pedos contigos?” “sí jaja”).

La película retrata a las personas de la clase dominante como personas exclusivamente despreciables, para quienes llegar con puntualidad a una reunión frívola es más importante que velar el cuerpo de una joven. Por ello, esta representación alcanza tonos caricaturescos cuando viajan en un barco de lujo y uno de ellos muestra sin pudor un video sexual de una de sus amantes y el resto mira morbosamente. La actitud de los personajes y los diálogos de esa secuencia muestran sujetos para los que los cuerpos, incluso los de sus pares, son intercambiables y se pueden mostrar impúdicamente. El profundo desagrado que provoca el morbo de los personajes borra cualquier matiz y demuestra el temor en el registro: los ricos sólo son villanos terribles y no personas. Estos difumina un problema estructural –el complejo entramado de las clases en República Dominicana– y también aleja la posibilidad que ofrece el arte cinematográfico de mostrar a los seres humanos dignamente, pese a todo.

Hay dos momentos que son como una suerte de línea de fuga mediante la cual la película escapa a su maniqueísmo constante. El primero es en la secuencia de la fiesta, cuando Sara y Mallory platican. El encuentro entre las chicas es de una tensión que oscila entre la incomodidad y la simpatía mutua, entre el recelo y la compasión. En este diálogo sútilmente, se revelan verdades que trastocan por completo la percepción de alguien cercano: “Tú sabes que a Yari nadie le dice Yari. Eso viene de ustedes. En el barrio todo el mundo la conoce por Santa”, dice Mallory. Dicho de otro modo, esa persona no es —o no es sólo— lo que Sara creía. La gesticulación hipersensible en el rostro de Cecile Van Welie da cuenta de la desazón ante los hechos. El segundo momento ocurre durante el velorio de Mallory. Ahí, la cámara hace un paneo siguiendo a la familia que canta para despedir a la chica. Ese movimiento actualiza el encuadre a cada paso, mostrando siempre a los personajes en un plano de conjunto. En esos dos momentos hay, aunque sea brevemente, una sensación de comunión casi ritual. Sin embargo, estos no son un contrapeso suficiente para una película que, en su afán de mostrar la perversión, termina quizá por propagarla, mediante la estilización que distancia y revela un profundo desinterés en la otredad, sea ésta cual sea.

Por José Emilio González Calvillo

*Este texto se escribió como parte del Guadalajara Talents Press
que se llevó a cabo entre el 11 y el 14 de junio de 2022
en el marco del Festival Internacional de Guadalajara.