El 75º Festival de Cine de Cannes inauguró con un cameo del mandatario ucraniano Andrei Zelenski hablando pomposamente sobre el poder del cine y lo necesario que era para Ucrania tener a la “gente de cine” de su lado, al día siguiente se le otorgó una Palma de Oro Honoraria a Tom Cruise. Cannes parece estar sediento de héroes, paradójicamente su selección está llena de personajes inmorales, crueles o que, para alcanzar cierto grado de realización, deben de pasar por un doloroso y tortuoso sufrimiento, sin que con ello se garantice su tranquilidad.

En las primeras películas presentadas en la Competencia Oficial, los cineastas consentidos de la presente administración del festival dieron signos de fatiga, mientras que pocas de las “nuevas promesas” –también arropadas por esta administración– ha logrado cimentar su estatus en ese panteón de cineastas cuyos nombres decoran las escalinatas que acompañan la cortinilla oficial del festival. Quizás el cine ya no necesita héroes que lo rescaten, sino simplemente gente que trabaje sinceramente y haga grande nuevamente la forma de hacer cine… no sólo su formato de exhibición.

Frere et Soeur
Dir. Arnaud Desplechin
Sección: Competencia Oficial

Las últimas dos incursiones del cineasta francés Arnaud Desplechin en Cannes han pasado con cierta indiferencia entre el público y la crítica, quienes menospreciaron el fino trabajo de caracterización en el mosaico social de Oh Roubaix: Une Lumiere (2019); mientras que una vez terminado el pase de prensa de Tromperie (2021), su adaptación de una novela de Philip Roth, jamás se le volvió a nombrar ni siquiera entre los apologistas más fervientes del prolífico cineasta galo.

Con la permanente sombra de la trilogía Dedalus (todas estelarizadas por Mathieu Almaric) detrás de sí, en Frere et Soeur Desplechin se centra en la historia un hermano y una hermana que están arañando los cincuenta años. Alice (Marion Cotillard) es actriz y Louis (Melvil Poupaud) fue profesor y poeta. Alice ha odiado a su hermano durante más de veinte años. No se han visto en todo este tiempo y ambos se reencuentran cuando sus padres mueren.

Desplechin está en un extraño limbo, en el que no es lo suficientemente viejo (ni “apreciado”) para que se le consientan las indulgencias melodramáticas de su película –principalmente las decisiones de musicalización y la actuación de Marion Cotillard– de la forma en la que éstas se le permiten a cineastas “clásicos” como Clint Eastwood, por ejemplo. Aquí estamos en un terreno más cercano a la pedagogía social de Michel Franco y su exploración del incesto en Daniel y Ana, aunque Desplechin prescinde, desde luego, de cualquier asomo de sensacionalismo. La película carece de la densidad narrativa de sus trabajos más distintivos, como si quisiese hacer narrativas más pulcras, centradas y dirigidas por las emociones de los personajes, aunque no se encuentren con sus espectadores.

Esta, digamos, franqueza, que en otros cineastas puede resultar entrañable y hasta notable resulta muy sencillo confundirla con pereza o desidia, sin embargo existe lugar para sospechar que hay algo más allá de lo que se presenta superficialmente, sobre todo considerando sus trabajos anteriores, de los cuales la película toma bastantes elementos, sean los intrincados y tóxicos vínculos familiares de Un conte de Nöel (2007) o la fascinación por la psiquiatría y la antropología amateur de la estupenda Jimmy P (2013).

Donde Tromperie simplemente incitó un profundo silencio el año pasado, aquí se dejaron escuchar algunos abucheos. Quizás en unos años algún sagaz revisionista rescate este nuevo período en la carrera de Desplechin, quien ciertamente al haber envejecido parece haber renunciado a ser ambicioso y guardar cierta humildad en su trabajo –aspecto que ya era perceptible en Roubaix– y fagocitar su propio universo fílmico, ligeramente disfrutable para quienes están plenamente familiarizados con tales referencias, pero convencional y plano para quienes ven en el melodrama un género que necesita recurrir a la espectacularidad o el sensacionalismo para justificar su existencia. Desplechin elude esa trampa, para caer en la propia.

Three Thousand Years of Longing
Dir. George Miller
Sección: Fuera de Competencia

George Miller es simultáneamente un cineasta de rudeza y sensibilidad, ambos en medidas casi opuestas que con frecuencia se entrelazan dentro de su filmografía. Dicha capacidad salió a relucir cuando se estrenó Mad Max: Fury Road (2015), que con su abrasivo ritmo e intensa imaginería visual, le valió una nueva serie de adeptos y seguidores. Siendo ante todo un cineasta versátil, para Three Thousand Years of Longing, Miller se decantó por una historia de amor entre una narratologa (Tilda Swinton), que en un viaje a Estambul lleva consigo una pequeña reliquia que resulta ser el hogar de un djinn, una suerte de genio que al despertar debe cumplir diligentemente los deseos de la profesora; entre ellos surge un romance que rompe/atraviesa distintas fronteras sin ninguna sutileza y con arrojo digno de un war boy.

Impulsado por la inercia de la antiquísima rivalidad entre mitología y ciencia, Miller se propone darle sentido a fuerzas inexplicables a través de un delirio narrativo levemente inspirado por fuentes que van desde Las mil y una noches hasta Superman o, quizá, pensó pensaba en las fantasías eróticas de Umberto Eco y cómo darles cabida en una película. Hay una resonancia con lo real que sí está presente, por ejemplo, en Le mil e une notte (1969), de Pier Paolo Pasolini, que está ausente en la película de Miller y que diluye considerablemente el impacto emocional ante la imposibilidad de coexistencia entre los dos mundos de sus amantes. No tiene la contundencia emocional que cree que tiene. Three Thousand Years of Longing es una fantasía que concibe el amor como una ficción vital, un sentimiento que se construye en miles de narraciones pero que es prácticamente imposible de conservar en la vida real. Ojalá la película estuviera a la altura de esta premisa.

EO
Dir. Jerzy Skolimowski
Sección: Competencia Oficial

¿Qué necesita un cineasta para filmar desde la perspectiva de un animal? Si nos tratamos de guiar por lo que hace el polaco Jerzi Skolimowski en EO, la respuesta yace en obedecer lo elemental, en entender que el animal desea alejarse de lo humano porque el sistema de valores que le impone es cruel y arbitrario. Esa condena ya existía, por supuesto, en Au Hasard Balthasar (1965), el filme de Robert Bresson que Skolimowski no vuelve a filmar ni reinterpretar, porque eso sería fútil, sino que, más bien, mistifica con un trucaje cinematográfico sensorial que es inherentemente contemporáneo, libre de convención y esquemas probados, que evidentemente frustra a quienes esperan una experiencia racional y ordenada.

¿De qué se escapa constantemente el asno protagonista o a dónde quiere llegar? Skolimowski filma con tal ambigüedad que es imposible acotar si su asno huye de algo o se dirige a algo; incluso cabe la posibilidad de que no huya ni busca, sino que simplemente es, un gesto despreciado por cada humano que se encuentra y cuya mejor comprensión radica en la gentileza que pocos le demuestran. Sin embargo, la película sigue siendo la visión de un talentoso misántropo, que también en Essential Killing (2010) hizo uso de la misma linealidad y austeridad narrativa para dejar clara su idea sobre la condición humana.

Inferir lo que un animal quiere supone un error, porque siempre están antes las condiciones que el humano que interactúa con él y, en este caso, lo filma, cómo sucedió el año pasado con la británica Andrea Arnold y su película Cow (2021). Skolimowski no pretende imitar ni hacer guiños deliberados a Bresson, a excepción de un bello primer plano de unas manos, y a diferencia también del cineasta francés, quien apuntaba en esta película a todo un sistema que convertía el dinero en su Dios, Skolimowski prescinde de una crítica política o social y centra su atención en una de orden moral, que busca discernir entre la bondad y la maldad, tan confusa para nosotros como lo es para el más noble asno.

Armageddon Time
Dir. James Gray
Sección: Competencia Oficial

Ha sido muy común escuchar que la más reciente película de James Gray es un ejercicio de vanidad –o indulgencia– similar al de cineastas como Alfonso Cuarón con Roma (2018) o, más reciente, Kenneth Branagh con Belfast (2021), pero si se debe trazar una genealogía para un proyecto como Armageddon Time, quizás ésta debería acercarse más a la línea de cineastas como Todd Haynes en Wonderstruck (2017) o Steven Soderbergh de King of the Hill (1993). Gray prescinde de la nostalgia gratuita que exudan los primeros ejemplos mencionados, el cineasta es dueño de una elegancia clásica que ya era muy evidente en The Immigrant (2013) y que aquí toma una forma más depurada que prescinde de toda estridencia sin dejarse llevar por la desidia contemplativa.

Como un hábil narrador de lo familiar, Gray toma inspiración de su propia infancia en Queens para presentar al joven Paul (Banks Repeta), quien a inicios de la década de los 80 vive con su familia clasemediera compuesta por sus padres (Anne Hathaway & Jeremy Strong), su hermano mayor y su abuelo (Anthony Hopkins), un inmigrante judío que ha tratado de infundir en su familia un humanismo que mira con repulsión el mensaje de exclusión y progreso abanderado por el entonces candidato a la presidencia Ronald Reagan. De hecho, el título de la película proviene de una cita de Reagan, quien refirió en un programa televisivo que a la sociedad que quería dirigir podría tocarle vivir “el fin de los tiempos” ante los aumentos de los niveles de crimen y de consumo de drogas, tácticas que, a la distancia, podemos reconocer como medios de control y segregación racial. La película de Gray enfatiza involuntariamente la paradoja progresista: mientras mayor es la inclusión, mayor es la desigualdad social y económica generada, por ello la presencia central de miembros de la familia Trump, como Fred y Maryanne (Jessica Chastain) no es casual. Aunque la política es el eje central de la película de Gray, su interés también se desdobla en los vínculos familiares que se exponen en el cotidiano.

Después de una visita al Museo Guggenheim y con sueños de ser un artista abstracto como Kandisnky, Paul se hace amigo de un joven afroamericano que vive con su abuela y cuyo inacabable enojo lo lleva a constantemente estar involucrado en problemas hasta que sus padres finalmente decidan cambiarlo a una escuela privada, donde tiene su encuentro con los Trump –People have more money than God, dice el personaje de Hathaway–. Las promesas del futuro resuenan para Gray como abrumadoras condenas que hacen inviable todo asomo de heroísmo o sacrificio. Como algunos críticos han señalado, Armaggedon Time habla del privilegio blanco no como una condición deseada, sino inadvertidamente adquirida, un pacto implícito racial que tiene mayor resonancia en el tercer acto de la película. Si en su película anterior, Ad Astra (2019), Gray presentó a un hombre que huía del mundo para encontrar a su padre, en Armageddon Time, el mundo es inescapable y su futuro sombrío, pero, al menos, padres y abuelos habitan el mismo hogar esperando siempre el peor de los tiempos.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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