Beau tiene miedo, pero… ¿quién le teme a Beau?

El cineasta neoyorquino Woody Allen escribió y dirigió el cortometraje Oedipus Wrecks, uno de los episodios del tríptico Historias de Nueva York (New York Stories, 1989), en el que a un pobre hombre maduro se le aparece la figura de su madre, amenazante por encima de todos los rascacielos de Manhattan, para que, de una forma burda y desbordada, ella pudiera continuar dirigiendo su vida. Ahora, a 32 años de distancia de aquel trabajo, Ari Aster parece convertir ese filme en una saga completa en su más reciente trabajo Beau tiene miedo (Beau is afraid, 2023), aún más desquiciante y desbordada que cualquier episodio imaginado por Allen.

Después de lo visto en El legado del diablo (Hereditary, 2018) y Midsommar: el terror no espera a la noche (Midsommar, 2019), Aster reafirma que no es un autor como tal –esos son cada vez más difíciles de definir en el panorama actual– sino un minucioso figurista y retratista de cierta patología generacional –basada en la incapacidad de tener una relación sostenible con el mundo–, el regreso de una neurosis particular que llega al paroxismo con el personaje de Beau.

Beau (Joaquin Phoenix) es un hombre de mediana edad cuyo semblante y actitud continúan siendo infantiles de una forma a veces enternecedora y, en otros momentos, francamente perturbadora. Dicha ambivalencia se debe en gran medida a que Beau tiene un serio problema para relacionarse con los demás después de todas las inseguridades que su abrumadora madre (Patti LuPone) le ha sembrado desde niño, las cuales explotan el día que él se entera de su fallecimiento tras ser aplastada por un candelabro. En primera instancia, Aster se aleja de los estrechos y rígidos márgenes que delimitan al “género” para exponer, en megalómana duración, una odisea cuyas peculiaridades y extrañezas la alejan de convertirse en una experiencia universal pero no por ello menos discernible, aunque sea en sus aspectos más superficiales.

El vínculo entre padres e hijos no es ajeno a ninguno de nosotros, sin embargo, lo que cambia en cada experiencia es lo que genera una reacción indiferenciada y dispersa ante lo que la película presenta. Ni siquiera las ideas del propio Sigmund Freud, en absoluto rebasadas ni superadas por ningún otro cuerpo de conocimiento, encuentran una aplicación universal eficiente e incontestable, pero, al menos, a más de cien años de su presentación, continúan manteniendo una vigencia que nos orienta en la oscuridad del inconsciente. Beau tiene miedo pretende sumirse en esa oscuridad, a la manera temeraria e irresponsable de quien se percibe a sí mismo con una capacidad superior a su realidad.

La hipérbole con la que muchas películas y cineastas son recibidos en la actualidad, inevitablemente termina llevando al desbordamiento de los egos, que ciertamente no carece de interés, pero sepulta la prudencia necesaria para sobrevivir en las condiciones que la industria hollywoodense padece hoy día. Hace unas semanas teníamos a Damien Chazelle, contemporáneo de Aster, “destruyendo” el cine con la grotesca épica de Babylon (2022), la cual apenas salió de los cines y ya está generando en redes sociales su discurso de revalorización. En apariencia, Beau tiene miedo está destinada a esa misma celeridad: ser inicialmente percibida como un “fracaso” para, posteriormente, revalorizarse como una obra de “gran valor”.

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Los cineastas como Aster también hacen películas con esa prisa, temiendo que la industria se les termine antes de exponer puntual y cabalmente todo aquello de lo que son “capaces”. Ávidos de demostrar su valía, sus ambiciones son tan grandes y monstruosas como la representación del padre de Beau en la película, criatura que se inserta en la escatología particular que Aster había mostrado en sus proyectos anteriores, especialmente en Midsommar y que es deudora de aquella mostrada en cintas como Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (Everything You Always Wanted to Know About Sex* (*But Were Afraid to Ask), Allen, 1969) o la tradición japonesa reciente, cuyo ejemplo más representativo es Symbol (2009), de Hitoshi Matsumoto.

La película parte de preocupaciones que Aster ya había expuesto en su filmografía, principalmente en el cortometraje Beau (2011) y, desde luego, en El legado del diablo, trabajos en los que la maternidad es percibida como el acto de cuidado de un monstruo sobre otro. Quizás el capítulo que expone con mayor elocuencia las negligencias del cuidado, sea aquel en el que el Beau es atropellado y posteriormente atendido por una familia que perdió un hijo en el ejército y que busca compulsivamente sustituirlo, ya sea acogiendo a un corpulento e intimidante ex soldado (el estupendo actor francés Dennis Menochet) o desplazando incesantemente las necesidades de su otra hija (Kylie Rogers), una adolescente que hace ver a la hija de La ballena (The Whale, 2022) como una joven feliz, serena y amorosa.

En esta sección, la sumisa personalidad de Beau se ve dominada por el abrasivo afecto de Roger (Nathan Lane) y Grace (Amy Ryan), quienes mantienen hiper dopados a su hija y a su otro hijo putativo. La atmósfera amena de este hogar se torna inquietante ante la distorsión de lo que es el cuidado materno/paterno, que a ojos de Aster es una forma de asfixia lenta y terriblemente opresiva. Más que en cualquier otro fragmento de la película, existe una sincronía y equilibrio notable entre la inteligencia de cada uno de los actores, la presencia de lo insólito y lo alegórico sin dejar de anclarse en un sentido de lo real. Es ahí donde el cine de Aster es más efectivo, pero tal efectividad se disuelve en la necesidad de expandir, mas no de profundizar. Sus deficiencias se ven aumentadas mientras que sus virtudes se ven mermadas.

El futuro de la filmografía de Aster quizá ya no tenga que ver con él, sería complicado pensar que existe más material a exponer tras la naturaleza involuntariamente reveladora de una película como Beau tiene miedo, la cual parece desbordarse hasta dejar al cineasta sin nada por decir. Incluso, el cuadro final funciona como el corolario de una breve obra antes que la promesa de una exploración distinta. Beau es probablemente el personaje más amenazante concebido por Aster, tal vez porque se asemeja demasiado a él y al usar a un actor con las aptitudes propias de Joaquin Phoenix, acentúa su ambivalencia y matiza su esquizofrenia. Phoenix actúa como un aliado de Beau; Aster, como su verdugo.

Detrás de un semblante apacible, terso y dócil, hurde una misantropía incapaz de percibir otra cosa en el mundo que no sea crudeza y crueldad, la cual lejos de horrorizar despierta una macabra risa. Si Beau es tan temible es porque es, literalmente, hijo de su madre, un yugo inescapable del que nadie sale ileso, aunque cada persona encuentra distintos recursos para sanar las heridas. Aster convierte las suyas en una catarsis pública: si Allen ponía a una madre en el cielo de Nueva York, él pone a una (imposible afirmar que la suya) en todas las pantallas del mundo de manera simultánea.

Veremos si después de esto, Ari sigue teniendo miedo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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