Como un primer gesto de sensatez valdría la pena aclarar que el Napoleón (2023), de Ridley Scott, tiene la misma fidelidad a la historia mundial –con sus innumerables referencias y documentación– que a la historia misma del cine y sus acercamientos al mito napoleónico, principalmente el de Abel Gance (que recientemente ha circulado en redes sociales en una versión de cinco horas y media) y aquel proyecto inconcluso de Stanley Kubrick que se materializó parcialmente –o, quizá, completamente– en Barry Lyndon (1975). La película de Scott carece completamente de un sentido de lo épico porque, a diferencia de los enfoques que toman Gance o Kubrick, por ejemplo, hay una conciencia muy limitada y pobre del espacio, que se hace aún más evidente porque el proyecto es literalmente conquistado y sometido por la presencia de Joaquin Phoenix, convirtiendo el asunto en un espectáculo histriónico antes que uno histórico o, justamente, épico.

El británico difícilmente ha sido un cineasta caracterizado por una “firma personal” o algo remotamente similar a un estilo, aunque eso no desestima la enorme influencia y popularidad que varias de sus películas han tenido a lo largo de décadas de filmografía. El problema no ha sido tanto de Scott, quien siempre se ha manejado de forma beligerante y ruda respecto a su trabajo, sino de los seguidores de sus hitos más representativos, quienes le atribuyen al realizador cualidades que simplemente no posee y, que es más, no le interesa tener.

A diferencia de su finado hermano Tony Scott, cuyos trabajos eran rebosantes en un distintivo estilo visual integrado armónicamente con sus planteamientos narrativos –basta con ver Déjà vu (2006) o Unstoppable (2010) para percatarse de ello–, las propuestas más recientes del otro Scott son desprolijas, aunque siempre entretenidas, y tan desenfadadas y beligerantes como el cineasta mismo, siendo ejemplos claros de ello El abogado del crimen (The Counselor, 2013) o sus dos más recientes: El último duelo (The Last Duel, 2021) y La Casa de Gucci (The House of Gucci, 2022), situación que desafortunadamente no se repite con su Napoleón, la cual trata de capturar la vulgar grandiosidad de Gladiador (Gladiator, 2000) con la crudeza militar de La caída del Halcón Negro Black Hawk Down (2001), aunque solamente es una sombra –no sólo simbólica, sino hasta en términos visuales– de los logros de aquellas, incluso evoca involuntariamente el Alexander (2004) de Oliver Stone, otro filme intoxicado y perdido en la inabarcable”grandeza” de su protagonista.

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La película escrita por David Scarpa, cuyo nombre se anuncia pomposamente en el material promocional por alguna razón, trata de cubrir décadas de la vida del emperador francés pero sin dedicarle tanto tiempo a los asuntos políticos e históricos porque esos detalles fácilmente aburren a la audiencia –incluso el mismo Napoleón dormita y ostenta una indiferencia absoluta por los mismos– y muestra mucho mayor interés por dos cosas: desplegar sus legendarias dotes estratégicas y mostrar la devoción que sentía por su primera esposa Josephine (Vanessa Kirby), más por él que por ella misma.

Evidentemente, para poder atajar a un hombre de tan ominosa vanidad, se requerían de los talentos de un actor tendiente a la megalomanía como lo es Joaquin Phoenix, quien convierte a este napoleón en una suerte de príapo voluble y hasta pueril que en sus mejores momentos evoca esa cautivadora vulgaridad que despedía el Mozart de Amadeus (Milos Forman, 1984), interpretado por Tom Hulce y quien, al igual que el francés, no muestra el más mínimo interés en corresponder a las solemnes expectativas de una audiencia ávida de encontrar fidedignas lecciones de historia, ni el retrato fiel de un personaje histórico. Lo que encontramos es a un actor haciendo un pirotécnico despliegue actoral, que remite en ocasiones al feral Freddie Quayle de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) con algunos muy discretos toques de su ahora icónico Joker (Todd Phillips, 2019) sin tratarse, ni remotamente, de uno de sus mejores trabajos.

Su Napoleón tiene menos del personaje y más del actor, lo cual no sería problemático para la película si Scott quisiera seguir a Phoenix en su peculiar interpretación, la cuestión es que director, cineasta y escritor han tomado rumbos muy diferentes, como si se estuvieran aplicando a ellos mismos aquella famosa máxima de “divide y vencerás”, atribuida tanto a Napoléon como a Julio César. Esta ruptura hace que el metraje sea tremendamente disperso, errático y en él apenas se asoman atisbos de las proezas técnicas de Scott, como se despliegan en Los duelistas (The Duellists, 1976) o Cruzada (Kingdom of Heaven, 2005), sin embargo, con sus ánimos revisionistas y su peculiar forma de ficcionalizar la historia, este Napoleón se acerca más a la épica fallida de Éxodo: Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), otra película de hombres que se ven incapaces de sostener su propio mito, un yugo que aqueja y arrincona tanto al protagonista de Napoleón como a su director.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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