A lo largo de la carrera del cineasta iraní Abbas Kiarostami, la simulación se convirtió en la herramienta más sublime para capturar la realidad. Desde su indudable obra maestra Close Up (1990) hasta lo que a la postre se convertiría en su obra final, Like Someone in Love (2012). Heredero de la tradición documental, ningún cineasta fue capaz de filtrar la vida como el finado iraní, quién destiló a tal punto su visión del cine que trascendió lo meramente visible. Se volvió transparente.
Esa transparencia permea en la deslumbrante simplicidad y candor de ¿Dónde esta la casa de mi amigo? (1987), se transforma en lo que nos separa de las conversaciones vehiculares en Ten (2002), para finalmente volverse audible y visiblemente invisible en el épico filme que adivinamos en los ojos de las espectadoras de Shirin (2008), uno de sus trabajos más provocadores. El acto de ver rebasaba el morbo de Hitchcock, la crudeza de Brakhage o la casualidad de Mekas para hacerse de una reveladora nitidez en el cine de Kiarostami.
Su visión era simulada, pero su impacto real. El artificio cinematográfico pocas veces fue tan genuino como con Kiarostami que usó la cámara como un complejo espejo para Juliette Binoche en Copia fiel (2010) o como radical y abstracto homenaje al gran cineasta japonés Yazujiro Ozu en Five (2003), de quién destiló con arrebatadora gentileza el profundo respeto por su gente y costumbres, presentes en A través de los olivos (1994) o el filme que le valió la cotizada Palma de Oro en Cannes, El sabor de los cerezas (1997).
Resulta curioso que precisamente una de las última escenas de su filmografía sea ésa en la que la serenidad de un anciano, quien rescata a una joven en el Japón contemporáneo, esté llena de una tensión tan brutal que termina en un arrebato, un arrebato genial: una piedra que rompe una ventana y quedamos en un inexorable misterio. Quizá no muy distinto de aquel jardinero que se asoma ingenuamente a la boca de su manguera para ver por que no sale agua en el último trabajo de Kiarostami: un corto para el Festival de Venecia por su 70 aniversario.
Tal misterio envuelve el trabajo de Kiarostami, como el viejo que se asoma por la ventana así como el jardinero, hay un peligro que es a la vez amenazante e ingenuo, que devela la sonrisa pícara de un niño que filma con una cámara digital. El misterio se vuelve una simulación, cuya magia radica en su falsedad. Solo Kiarostami podía distinguirlas.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)