El gran provocador danés, Lars Von Trier, parece trabajar desde una postura netamente oposicionista y fácil: negar los valores dominantes y provocar encono. Para su nueva película, La casa de Jack (The House that Jack Built, 2018), persigue a lo largo de cinco incidentes y un dantesco epílogo a un asesino serial (Matt Dillon) en el transcurso de 12 años, adentrándose en la psique de un hombre que define el homicidio como una de las bellas artes.
El asesino en cuestión, interpretado en tono socarrón por Dillon, forma junto a varias figuras femeninas, como una irritante Uma Thurman o la ingenua Riley Keough, un mosaico de mujeres que, en la visión del danés, merecen castigo a los acentuados defectos que ostentan, expiación que no habrá de escatimar en sadismo y sarna. Cada crimen construye “la obra” del asesino, una retorcida instalación que podría figurar en las galerías más prestigiosas del mundo, pero que en su mayoría apenas alcanza una feria artística de alguna preparatoria católica para estudiantes “difíciles”.
Colocándose en las antípodas de los ensayos godardianos, el cineasta danés concatena ideas sobre el arte, la arquitectura, los nazis y su representación de las mujeres de forma rudimentaria y con un deleznable narcisismo, no visto desde la indulgente Arirang, de Kim Ki Duk, pero aquí más que indulgencia, persiste la idea de expiación infernal. La crueldad a cuadro mostrada por Von Trier difícilmente empata con los alcances de sus ideas que en clara afronta a los postulados del movimiento #MeToo parece responder con un #NotMe.
Lars Von Trier se sabe despreciado y sabe que su película causa la misma reacción, pero donde antes había cierta sagacidad formal y un innegable talento, existe ahora el capricho de un hombre que ya no sabe cómo provocar y que recurre a los gritos y la estridencia para aturdir, más no para subvertir.
Valiosa por los acalorados debates que despertará a lo largo del mundo cuando sea vista, Von Trier se pone en el papel de Dante en La Divina Comedia y castea al enorme Bruno Ganz como su Virgilio, en su descenso por infiernos de saturación visual que evocan más las fotografías de David LaChapelle que los frescos de Gustave Doré. Un epílogo fantástico que no merece la película que le precede. La casa que Von Trier construye es una de nulo pensamiento y bombástico ruido.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)