‘Lazzaro felice’ y los colmillos del cordero

Lo sagrado excede las limitaciones del tiempo y colapsa sus barreras con apabullante naturalidad, algo que para tiempos modernos, acostumbrados a la híper velocidad, resulta muchas veces ser imperceptible o en el mejor de los casos, ignorado. Lazzaro felice (2018), la tercera película de la cineasta italiana Alice Rohrwacher –ganadora del premio a Mejor Guion en el Festival de Cannes y que llega a sus monitores gracias a Netflix–, replantea el concepto de “santidad” en tiempos cuya axiología fundamental toma como eje la misantropía, el egoísmo y el cinismo.

La película presenta al joven Lazzaro (insuperable Adriano Tardiolo), un joven de abismal bondad –que mezcla la inocencia del actor Ninetto Davoli y la sabia ingenuidad de Peter Sellers en Being There (Ashby,1979)–, trabajador junto con varias personas en una plantación de tabaco bajo la orden la Marquesa Alfonsina (Nicoletta Braschi, la ¡principessa! de La villa es bella), quien ha creado un sistema de explotación meticulosamente diseñado del que vive opulentamente junto con su hijo Tancredi (el youtuber italiano Luca Chikovani), quien se convierte en un entrañable amigo para Lazzaro hasta que, al ayudarle a orquestar un falso secuestro, el mundo de ambos jóvenes se desvanece en el tiempo.

La película de Rohrwacher lleva una progresión en apariencia sencilla pero su ambiciosa construcción le permite ser leída a distintos niveles. Primero como una lírica condensación de la historia de la extraordinaria riqueza del cine italiano moderno, una manada sacra cuyo legado es ahora pastoreado por Rohrwacher, una joven de extraordinario talento que lleva su relato por los linderos antes caminados por los próceres cinematográficos italianos y revitalizados por la sublime fotografía en 16mm de Helene Louvart. La vitalidad de Fellini, la opulenta decadencia de Visconti, los mundos bucólicos de Olmi y los cementerios posmodernos de Antonioni son evocados en Lazzaro felice y comparten una aguda visión que poetiza lo político.

En otro nivel, Lazzaro Felice presenta una certera visión de un mundo saturado de migrantes y bancos en la que “el progreso” es sinónimo de precarizar y donde la simpleza del mundo rural se convierte en un insospechado tesoro. La película antepone dos modelos de explotación laboral distintos, pero igualmente feroces a los que sus personajes responden no desde el encono y la rabia, pero desde la solidaridad y la nobleza, raras avis no solo en el sentir colectivo sino en el mundo que elevan la película a un estado de gracia creando otro nivel de lectura: el de la fábula beata.

Es en este nivel en el que la película entabla un bello diálogo con la historia bíblica de Lázaro y las visiones marxistas/religiosa de Pasolini en Uccelaci et uccelini (1966) y la audacia formal de Edipo Rey (1967) sublimando ambas en una nueva fábula que eleva la inocencia al grado de la beatitud. Lazzaro felice, desde su virtuosidad, gentileza y pastoral nobleza se convierte en la denuncia más violenta de un mundo poblado por hambrientos y desdentados lobos, siendo el depredador más extraño y fascinante: un cordero de afilados colmillos.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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