Un ejército arremete contra las personas en la calle, les tiran su café, revuelven sus bolsos, ensucian su ropa, interrumpen su rutina y les hacen ver que esa destrucción es el resultado de un mundo, su mundo, que lejos de ser justo y perfecto, es cruel. Este grupo no es común: van en cuatro patas, muestran sus colmillos, sacuden el pelo de todo su cuerpo y tienen un solo objetivo: la venganza.
Hagen y yo (Fehér isten, 2014), sexto largometraje del director húngaro Kornél Mundruczó, nos regala esta escena de liberación y poderío de un ejército canino liderado por un inteligente perro mestizo: Hagen, pero, ¿cómo es que estos simpáticos y fieles personajes se transforman de esta manera?
En una Hungría ficticia, el gobierno decide aplicar un impuesto a los hogares que tengan perros mestizos; Lili (Zsofia Psotta), una niña flautista de 13 años (una directa referencia a los hermanos Grimm), es víctima de esta medida y a pesar de la lucha contra su padre (Sándor Zsótér), éste decide abandonar a Hagen, su mascota, en una carretera.
Así, Mundruczó toma como punto de partida la separación de Lili y Hagen para guiarnos en un viaje de supervivencia en donde ambos tendrán que afrontar la barbarie humana desde diferentes perspectivas: Lili, en la búsqueda de Hagen, luchará por su emancipación, pero para obtenerla tendrá que lidiar con un entorno de adultos que la subestiman a cada momento: un padre que apenas conoce y unos compañeros que la excluyen; por su parte, Hagen se llevará la peor parte en una odisea que irá desde pasar hambre y frío en las calles, hasta la tortura como producto de la codicia.
Desde el inicio, este par no pertenece a ninguna parte. La relación que el director construye entre Lili y Hagen es un buen recurso para destacar, a pesar de la adversidad, una mirada inocente, sin prejuicios como un último anhelo de armonía y paridad en una sociedad que sólo existe en la nobleza de un perro y la lucidez de una niña.
De esta manera, Hagen y yo se construye a través de varias capas de significado: la primera y más evidente es el maltrato animal; sin embargo, el filme no sólo habla de perros y niños que se rebelan. También es la posibilidad de reivindicación de todos los seres que buscan desesperadamente un momento de visibilidad y respeto.
Sí, la historia de la niña flautista y su fiel perro es una metáfora, una pequeña representación de un sentimiento universal producto de la persecución y el odio: sin poder encontrar a Lili, Hagen buscará a todas las personas que le “enseñaron” que la violencia es la única vía para sobrevivir y hará que las relaciones de autoridad y dominación cambien. ¿Ahora quién será el mejor enemigo del hombre?
Aunque por momentos la historia parece tambalearse ante la “carencia” de recursos fílmicos (efectos especiales, animación, etcétera) que den fuerza a una revolución de este tipo (como en las versiones más recientes de El planeta de los simios, por ejemplo), es precisamente esta sencillez lo que hace de Hagen y yo una película entrañable e indispensable.
Además de todos los colosales retos técnicos como el sonido, imagen y organización (hay un detrás de cámaras que evidencia estos aspectos), esos sentimientos humanos —tristeza, compañerismo, miedo, amor— que el director decide otorgar y resaltar en los perros provocan un halo de comicidad, pero al mismo tiempo le recuerdan al espectador que Hagen y compañía podrían ser cualquiera.
Esta combinación que logra Mundruczó entre fondo y forma nos entrega escenas memorables con planos abiertos de una ciudad vacía, tomas cenitales y una ambientación casi apocalíptica que tendrán su punto álgido cuando Lili, tratando de detener la catástrofe, y en un acto de belleza sin igual, se coloque a la altura de los perros como claro símbolo de igualdad y respeto a la otredad.
Sin duda, la preocupación del director por explorar esa autoimpuesta, injusta y fantasiosa moral del hombre viene desde el título Fehér Isten (húngaro): White God (inglés): Dios blanco (español), y ofrece un interesante juego en donde el blanco no sólo responde a una cuestión de color, piel o sangre, sino a un sentimiento de superioridad que se evidencia cuando la persecución es contra los perros mestizos (sin pureza y raza) o cualquier otra manifestación que no encaje a su razonamiento (Lili y su rebeldía).
Para esa serie de victimarios que dan forma a las desventuras de ambos personajes, el miedo a la diferencia, a esos perros únicos e irrepetibles, les hace creer que todos los dioses deben de ser blancos, pues desde su perspectiva, perseguir y condenar responde a algo simple: anular, desaparecer, borrar. La crudeza y la violencia con la que Lili y Hagen deben madurar recuerda que los horrores de este mundo son creados, alimentados y propagados por el hombre.
La bondad de Hagen y yo es descubrirse como una historia rica en aristas que sirve como punto de partida para un sin fin de reflexiones que deambulan, sobre todo, en la exclusión-inclusión que impone la sociedad a través de reglas cuestionables y turbias en donde al final, quizá, haga falta la revolución de un Hagen.
Por Arantxa Luna (@mentecata_)