58 Muestra | ‘El pequeño Quinquin’: Las muecas del diablo

Una idea ampliamente socorrida entre la “alta cultura” es que la risa es ajena a la inteligencia, o más bien a la postura de inteligencia, concebida como algo más cercano a una inflexible seriedad y seco cinismo que son celebrados y valorados en el ámbito fílmico por su densidad y sordidez, pero estas son cualidades con las que cuenta, sobradamente, el más reciente trabajo del riguroso cineasta francés Bruno Dumont, autor de obras como L’ humanité (1999) o Hadewijch (2003), titulado El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014), concebido como una miniserie de televisión para Arte France y que se trata, sorprendentemente, de una hilarante comedia.

Ubicada en una región rural de Francia, el filme presenta al Pequeño Quinquin (Alane Delhaye), un niño de 12 años que junto con su novia, la dulce Eve (Lucy Caron) se ve envuelto en una serie de grotescos crímenes que inician con el descubrimiento de un cuerpo destazado en el interior de una vaca muerta, caso que ahora será llevado por el comandante Van der Weyden (Bernard Pruvost) y el teniente Carpentier (Philippe Jore). El horror del hombre ante la atrocidad es el tema sobre el que gira constantemente el filme de Dumont, pero no hay tanto postura como gesto o mueca de incredulidad que explota en absurda risa. El diablo está suelto, sin duda, pero corretearlo se convierte en un macabro e ingenuo juego de niños.

Dumont se adhiere, con su característica disciplina, al formato televisivo con gran habilidad, enfocando cada uno de los capítulos de la serie en un tema específico que desarrolla con dosis controladas de elocuencia, belleza y absurdismo en los que la inocencia quiere abrazar la madurez y la maldad se disuelve en ingenuidad pura. La bestia humana del novelista francés Émile Zola se hace presente como un fantasma sobre el serial de Dumont para finalmente materializarse a través de una memorable escena del crimen ubicada en la playa, una visión de horror flamenco que nos recuerda a Brueghel o al Bosco en su bestial arreglo de lo grotesco y lo estético, que deja mudo a uno de nuestros protagonistas, el comandante Van der Weyden.

Interpretado con vivacidad y rebosante en gesticulación y pantomima por el actor francés Bernard Pruvost, el comandante Van der Weyden es tan incompetente e imprudente como el legendariamente idiota inspector Clouseau de La pantera rosa, pero su bufonería viene de un lugar completamente distinto: de su incapacidad de entender la maldad. Van der Weyden es un hombre inocente y patético que está embrutecido por un misterio que desafía su lógica como burócrata, apoyándose en la creciente sagacidad de su subordinado, el sensible Carpentier, que lo que más anhela hacer durante el desarrollo del serial, es montar su patrulla en dos ruedas.

Por otra parte, los verdaderos héroes del serial de Dumont son los niños comandados por el parco pero astuto Quinquin, un revelador y contundente debut del joven actor Alane Delhaye, ambivalente en su necesidad de mostrarse agresivo y tierno con su petite fille, Eve, angelical Lucy Caron, cuya hermana participa en un concurso de talento musical  con la pegajosa melodía pop ‘Cause I Knew. Como personajes salidos de la imaginación de William Golding, autor de El señor de las moscas, estos pequeños viven en cálida y engañosa utopía, encarando sin querer el corrosivo mal que tanto preocupa a los adultos que les rodean. Quinquin antagoniza y malencara, como buen púber, con cualquier figura de autoridad, como el comandante Van der Weyden o su padre, un par de niños, uno negro y otro islamita, e incluso con el peculiar Ch’tiderman, fastidioso remedo pueril de Spiderman, pero su nobleza se revela ante su tío Dany, un joven discapacitado recién egresado de un sanatorio mental y, desde luego, con Eve, a quien transporta como buen macho en su bicicleta.

El humor de Dumont es casi tan seco y duro como las ideas que maneja en otros trabajos de su filmografía, pero la hilaridad ataca otros frentes con mayor fuerza al no haber una armadura filosófica de por medio, al menos no una visible. Desde un deleznable y negrísimo funeral en el que la melodía pop ‘Cause I Knew es interpretada o donde el sacerdote oficiante no puede parar de reír, hasta el absurdismo cuasi dadaísta de autopsias a vacas, Dumont no pierde un ápice de su elegancia y monstruosidad formal al trasladarse al lenguaje de la comedia y particularmente al lenguaje televisivo, uno que cada vez va abriendo un espacio de profundas lecturas y donde las narrativas se desbordan en creativo caudal, como ya dieron testimonio los impresionantes True Detective (2014), de Cary Fukunaga, Horící Ker (2013), de Agnieszka Holland, o la enorme Olive Kitteridge (2014), de Lisa Cholodenko.

Finamente construida por Dumont, El pequeño Quinquin resulta un prodigioso trabajo de narrativa de una sofisticada caricaturización que lo mismo se permite sacarnos la lengua en juguetona mueca que abrumarnos con la brutalidad de sus sanguinarios asesinatos. En este pueblo rural la comedia explota en silencio, transgrede y una tierna risa resulta ser el mejor antídoto contra el mal, cuyo lenguaje más hábil es el de la solemnidad desmoronada cuando un policía es capaz de realizar el sueño de su infancia en medio de una investigación criminal: montar un corcel blanco.

JJ Negrete (@jjnegretec)

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