56 Muestra | ‘Un toque de pecado’: El pecador difuso

La violencia es un acto natural de supervivencia. La depredación implica dolor, agonía y muerte, pero también vida. La dicotomía de la destrucción representa la amoralidad de la naturaleza, y el horror que nos causa expresa la implacabilidad de la empatía. Sobrevivir es atacar o defenderse, matar, pero entre los hombres supone un impacto porque si uno y el otro son humanos, matar es inevitablemente un crimen contra uno mismo. La consciencia es un ego extendido que incluye a otros, y por ello asesinar es un acto, salvo para los inadaptados, terrible. La brutalidad con que Zhangke Jia representa el homicidio en Un toque de pecado (Tian zhu ding, 2013) revela, en sus mejores momentos, no una propuesta, sino una contemplación atemorizada de la respuesta natural a la opresión.

Las cuatro historias que componen el filme se basan en la oposición, la necesidad y la furia. Abusados por poderes mayores a ellos, los protagonistas se rebelan en medio de la desesperación, pero no con un ánimo revolucionario, sino totalmente irracional. La necesidad material los convierte no en reformistas, sino en defensores de su dignidad, pero su angustia les limita la visión y los lleva a desatar el caos. La concentración del poder en unos cuantos incita el deseo de los muchos y la explosión de los menos virtuosos, como en el caso de la primera historia.

Incapaz de tolerar la riqueza del dueño de una mina en su localidad, Dahai (Wu Jiang) insiste en que se repartan dividendos de las ganancias. Incluso afirma que puede tomar el Audi del patrón porque “pertence al pueblo”. Dahai representa a un individuo cuya noción del éxito es totalmente material, y aunque le advierten que “hay más cosas en la vida que hacerse rico”, su deseo es irreprimible; para conseguir su objetivo, él  puede “ser más malo”. En su caso, no es la represión, sino la codicia lo que lo lleva a matar brutalmente a cinco personas, entre ellas un hombre que azota su caballo sin piedad; Dahai se ve reflejado en el animal. La tiranía es evidente, pero también la absorción del rol. Arrebatar la dignidad está en el mismo plano de inmoralidad que arrebatar la vida, y por ello cuando Dahai dispara, Zhangke no se regodea; lamenta. Los rostros y cuerpos destrozados por la escopeta no revelan heroísmo, sino un horror inmenso.

Sin embargo, en la tercera historia, sobre una recepcionista en un spa que mata a un par de hostigadores, vemos una interrupción ideológica. La forma en que Xiao Yu (Zhao Tao) utiliza un cuchillo para defenderse es propia de una guerrera, no de una mujer amenazada. Con este movimiento, Zhangke pareciera glorificar el acto. Después de ser golpeada por la esposa de su amante, Xiao Yu está harta del abuso; es predecible que reaccione con desesperación, pero la firmeza y la técnica con las que mata sugieren premeditación, no enojo; frialdad, no intemperancia. La confesión con que culmina la historia revela arrepentimiento y, por ello, virtud. Xiao Yu no es una asesina, pero la víctima contrita no es la misma mujer que mató. Zhangke se encuentra en este punto, tras haber narrado la historia de un bandido con adoración por las armas, en peligro de valorar la exasperación como revolucionaria; sin embargo, en la cuarta historia, sobre el suicidio de un joven incapaz de huir con la prostituta que ama, el tema se desvanece.

Si en la primera historia existe una noción de corresponsabilidad entre los excesos de la aristocracia y la descompostura del individuo, en las siguientes el desquite no parece un instante de sinrazón, sino una necesidad. La violencia liga las historias, pero la dialéctica interna no conduce a un resultado ni melodramático, que establezca un culpable externo, ni trágico, que encuentre la semilla del caos en el interior de los protagonistas. Entre la intención de crear un filme wuxia de guerreros y por deplorar la destrucción, Zhangke parece confundido. Hay escenas y comportamientos que pudieran reflejar un pensamiento taoísta, con el desdén al deseo material y la idea de que el guerrero vence “sólo porque le fuerzan a pelear”, pero también hay una vocación revolucionaria que parece aplaudir la sublevación en estos actos mínimos. En sus temas y en su forma, Un toque de pecado rezuma desigualdad.

No es la inequidad económica la que debilita al filme, sino la estética y filosófica. Perdido entre la denuncia a los opresores y a los violentos, Jia Zhangke a veces encuentra corresponsables, y a veces héroes y villanos. La indecisión moral del director produce una cinta con una oposición interna que revela una falta de convicción, pero al menos un dolor constante frente al conflicto. Sin duda, la violencia es el pecado del título, pero la actitud ante su toque confunde y no invita reflexiones, sino preguntas.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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