‘Si la colonia hablara’: Colores mudos

En un pasaje de Cartas Luteranas, Pier Paolo Pasolini dice que  el cineasta debe estar consciente de cada uno de los objetos que están a cuadro, dado que componen un discurso, un discurso de las cosas, de la misma forma que aquellos que un escritor describe en una obra literaria se convierten en signos lingüísticos, que en ocasiones dicen más que sus personajes. Barry Jenkins tomó al mundo por sorpresa hace un par de años con arrebatador estilo y sinceridad en el tríptico que compone Luz de luna (Moonlight, 2016), película que le trajo popularidad internacional, premios y, con ello, la posibilidad de hacer un proyecto “más grande”, uno en el que pudiera ser capaz de hacer hablar a toda una calle.

Al igual que su coetáneo Damien Chazelle en El primer hombre en la luna (First Man, 2018), Jenkins decidió tomar como clave una figura mítica de su cultura: el escritor James Baldwin y su novela If Beale Street Could Talk en la que una joven afroamericana, en el Harlem de los setenta, debe probar la inocencia de su prometido, acusado de un crimen que no ha cometido. Como el resto de su obra, la novela de Baldwin denuncia el racismo estructural en los Estados Unidos y la victoria pírrica que los movimientos civiles de los años 60 representaron para su comunidad a través de una prosa que tiene la virtud de ser aún infinitamente más evocativa y cinemática que la adaptación de Jenkins.

En lugar de leer la obra de Baldwin, Si la colonia hablara (If Beale Street Could Talk, 2018) la recita con un acartonado tufo melodramático, plagado de inflexiones y grandilocuencia actoral en la que Jenkins se ostenta más como decorador que como cineasta, uno cuya principal búsqueda es  el embelesamiento visual antes que el velado optimismo y el peso de la solidaridad familiar presente en la prosa de Baldwin. En esta película los defectos de Luz de luna se agrandan mientras que sus virtudes menguan.

El único elemento que trasciende el acartonamiento de la película es la presencia de Regina King, quien interpreta a Sharon Rivers, la madre de Tish (una prometedora Kiki Layne) y cuya escena en Puerto Rico es un bello momento de desesperación, resignación y fuerza que equilibra la aspiración a la belleza de los cuadros de Jenkins con una tenue visceralidad, balance que se resiente en el resto de la película.

A diferencia de Chazelle, quien no se intimida ante su hombre en la luna y logra despojarse de una representación esquemática y convencional, el evidente respeto que Jenkins siente hacia la obra de Baldwin parece intimidarlo al punto de tratar su obra como un fino libro para colorear, un objeto estéril privado de todo discurso. Una colorida calle sin vida y sin voz.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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