Retratar la pobreza es difícil. Hay una línea muy delgada que separa al dibujo certero de la manipulación o la glorificación; cierta época del cine nacional se inclinó por hacer de la pobreza una característica inseparable de la bondad y la buena onda. Pixote, la ley del más débil (Pixote: A Lei do Mais Fraco, 1981), de Hector Babenco (El beso de la mujer araña, 1985) logra caminar sobre esa sutil franja con destreza, mezclando cierta mirada inocente con lo inhóspito del mundo.

Desde sus primeros cuadros, Babenco deja en claro quiénes y de dónde vienen sus personajes. Pixote (Fernando Ramos da Silva) es un niño de las favelas, miembro de una familia numerosa de pocos ingresos; su porvenir es claro: no hay tal. Y, como lo veremos en las escenas siguientes, Pixote no es el único; hay una franja poblacional olvidada, puesta bajo el tapete o en una choza a la falda de algún cerro, lejos de los modernos paisajes de las urbes.

No es casualidad que Pixote sea una de las películas favoritas de Harmony Korine, quien tiene verdadero afecto por los personajes marginales. Hay algo en Gummo (1997), su debut detrás de la cámara, cercano a la cinta de Babenco. Se puede trazar una línea que hermane temáticamente –guardadas las distancias, claro– a Pixote con cintas como Los olvidados (1950) o El limpiabotas (Sciuscià, 1946), incluso con Bab el hadid (1958) –aunque los retratados no sean niños–, y es imposible negar su influencia en la americanizada Ciudad de dios (Cidade de Deus, 2002). Todas llevan la cámara al estrato más bajo, donde, a pesar del olvido, hay vida.

La historia de Pixote se divide en dos. La primera parte corresponde al internamiento del protagonista en un reformatorio infantil –tiene unos nueve años–, donde, contrario al objetivo idealista del lugar, los niños, en lugar de corregir el camino, lo empeoran si bien les va. Un segundo episodio muestra el escape de Pixote y un grupo de sus amigos; aunque ahora están libres, la vida es un páramo desolado. Inclusive algunos deciden no escapar: “Estoy mejor aquí,” se dicen como consuelo. Ambas opciones, el confinamiento o la “independencia”, muestran la inexcusable fatalidad que se cierne sobre su vida en el corto y largo plazo de Pixote.

De ahí que resulte admirable la inocente mirada por la que Babenco filtra todos los hechos. Los infantes podrán ser criminales, asaltantes y asesinos de la más baja ralea y, sin embargo, no dejan de ser niños. Sus actos no son ejecutados por un impulso maligno, más bien circunstancial. Además, los adultos son vistos como un peligro permanente, ya sea por su maldad implícita –los traficantes de droga, los chulos y los encargados del reformatorio– o su torpe ingenuidad –un reportero, sus madres. Por eso no resulta extraño que busque el cálido seno de una prostituta con la esperanza de recibir un poco de amor.

Algunos podrían pensar que el retrato de Babenco cruza líneas exclusivas de la ficción, imposibles en la vida real. No obstante, la realidad siempre va unos pasos adelante, como lo muestra el documental Quem Matou Pixote? (1996), donde Fernando Ramos da Silva intentó usar su bien ganada fama como niño actor para salir de las favelas, sólo para ser rechazado, regresar a su lugar de origen y morir unos años después. A veces, el destino es en verdad inexorable.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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