MUBI Presenta: ‘Un lugar donde quedarse’, de Paolo Sorrentino

Al igual que en el cine de Bruno Dumont, la presencia esencial en los filmes de Paolo Sorrentino es Dios. Extraños extranjeros en una edad escéptica, Dumont y Sorrentino eluden las tendencias panfletarias del cine cristiano para capturar la experiencia de lo místico. Sus obras no son dogmáticas ni políticas: son búsquedas de lo indecible; representaciones visionarias de la divinidad y la epifanía. Su intención no es convencer ni convertir, sino asombrar con el asombro mismo. En las cintas de Sorrentino, por ejemplo, la fotografía de Luca Bigazzi engrandece el espacio para mostrar la insignificancia del individuo en la creación infinita y luego estira la forma humana tras la experiencia de la revelación. La cámara se acerca lentamente a los personajes, como el aire que aspiran y que los llena de una certeza inexpresable: no están solos. El cine se convierte en el Arca de la Alianza que nos permite contactar a Dios.

En manos de otro cineasta, la historia de Cheyenne (Sean Penn), una estrella de rock gótico en busca del oficial nazi que torturó a su padre en Auschwitz, sería posiblemente kitsch. Por supuesto, hay tantas posibilidades como hay directores, pero pocos podrían hacer de Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011) algo más que una película quizás atractiva, quizá divertida y definitivamente extraña. Sorrentino aprovecha su historia, ridícula hasta el punto de hacernos esperar una farsa, para crear un retrato del exilio después del éxito. “No estás deprimido”, le explica Jane (Frances McDormand) a Cheyenne, su esposo, “estás aburrido”. Pero pronto nos damos cuenta de que se equivoca. Cheyenne, con una apariencia casi idéntica a la de Robert Smith, está hecho de la memoria, como los fantasmas. No es tanto un hombre como una aparición proyectándose en nuestra década desde los lejanos 80. Su maquillaje pálido y sus labios rojos son una defensa contra nuestro mundo abundante en tentaciones; el escondite de un niño que atraviesa el disfraz cada vez que escuchamos la frágil voz de Cheyenne. A pesar de cierta furia que llega a mostrar en ocasiones, Cheyenne es una criatura infantil, casada con una figura materna; un ser asexual incapaz de la infidelidad; un músico ingenuo, inconsciente de que la música a veces mata. Arrepentido por provocar dos suicidios con sus letras, Cheyenne no vive: pena.

Sorrentino obliga a Cheyenne a atravesar las carreteras americanas, horizontes de arena en apariencia infinitos, para buscar al monstruo Alois Lange (Hanz Lieven). La soledad del desierto simula un intermedio hermoso entre nuestra dimensión y el paraíso. Cheyenne se conmueve y acepta que “el mundo está lleno de cosas hermosas”. En el camino, le explica su frustración a David Byrne, un artista genuino, a diferencia de él, y le da una lección invaluable a la nieta de Lange: “Pasamos de una edad en que decimos: ‘Mi vida será eso’, a una edad en la que decimos: ‘Eso es la vida’”. A lo largo de su viaje, Cheyenne comienza a rechazar su melancolía y descubre en el diario de su padre el mundo que nos ha mostrado Sorrentino y que el anciano Lange alguna vez vio pero no supo comprender. “Del otro lado de la cerca, nosotros también veíamos a Dios. Dios era infinito y asombroso”.

No estamos ante un filme que represente la realidad, por supuesto. Nadie habla como los personajes de Sorrentino ni tiene tantas revelaciones en toda su vida como Cheyenne en su breve viaje, pero al ver el cine de Sorrentino aceptamos una invitación a una realidad poética, aforística, que se comporta bajo las leyes de un romance a la vez idealista y simbólico. Un préstamo se convierte en una lección de gratitud, y una tienda de armas en una nave eclesial donde se reflexiona sobre la impunidad que da un rifle. Los días de Sorrentino transcurren en atardeceres, amaneceres, espectáculos de luz natural y artificial. Los sentidos son la escalera que eleva el espíritu al paraíso mientras vislumbra la presencia de un dios absoluto y evanescente. El hogar está desperdigado por todo el espacio porque tal vez, como dice la canción de Byrne que da título al filme, el hogar es donde queremos estar, pero quizá ya estamos allí.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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