El pasado lunes 21 de julio se cumplieron 116 años del nacimiento del escritor estadunidense Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura en 1954, autor de varias de las mejores novelas que ha dado Estados Unidos al mundo entero y suicida ejemplar, de esa enorme colección de escritores que optaron por arrebatarse su propia vida. En este caso, Hemingway decidió darse un escopetazo en la cabeza. Infalible y escandaloso.
De todas las adaptaciones que se han hecho de su obra al cine, destaca la versión de Adiós a las armas (A Farewell to Arms) de 1932, dirigida por Frank Borzage, que se inspira por supuesto en la novela homónima, parcialmente autobiográfica, que fue publicada en 1929 y cuya trama ocurre durante la Primera Guerra Mundial, específicamente en el frente italiano, donde se repelía la invasión austriaca y alemana. La trama de la película se articula en torno a la relación —prohibida— entre Frederic Henry (interpretado por un talentoso Gary Cooper), un soldado estadounidense que de manera voluntaria trabaja como chofer de una ambulancia del ejército italiano, y Catherine Barkley (Helen Hayes en uno de sus mejores papeles), una enfermera inglesa.
Una de las virtudes más devastadoras de la novela era, por supuesto, la reconstrucción de la experiencia del propio Hemingway en la Primera Guerra Mundial. Se trataba de un retrato crudo y fiel de algunos de los pasajes más cruentos de la última etapa del conflicto bélico, pero también era una trágica y hermosa historia de amor. En ese sentido, y por tratarse de una producción de Hollywoood, la película se centra aun más en la tensión que genera esta relación, modificando de ese modo a algunos de los personajes más entrañables del texto y convirtiéndolos en obstáculos para la pareja, como es el caso de Rinaldi, que en la novela es uno de los mejores amigos de Frederic y que en el filme —en un afán quizá despojado de malas intensiones— interviene y altera el curso de las cosas para alejar a su colega de una relación que él considera peligrosa.
Adiós a las armas es un melodrama elegante que visualmente nos revela lo mejor del estilo de Frank Borzage, cineasta de la vieja escuela, que pasó del cine mudo al cine sonoro, maduró conforme los avances del cine fueron desarrollándose y culminó su carrera en el ámbito del cine de clase B. Nos muestra por un lado su obsesión por motivos amorosos en sus historias, exaltación que transformó el tratamiento típico del género hasta los terrenos del surrealismo, por ejemplo. Sus historias amorosas siempre iban acompañadas de un elemento más como el realismo o un trasfondo pacifista, además de un lirismo abocado a retratar la intimidad de las parejas con precisión y que se ve marcado estéticamente por el sentido paisajista de los suecos Victor Sjöström y Mauritz Stiller, convirtiéndolo en un consumado maestro en la construcción de melodramas que, según el historiador cinematográfico Georges Sadoul “no se contentó con narrar amores sino que se situó además en su tiempo y abordó la trama social terrible de su época”.
Adiós a las armas reúne todos esos elementos y, de la mano de dos grandes y poderosos protagonistas, ofrece lo que el actor francés, Henri Agel denominó como un poème d’amour fou (loco poema de amor), es decir, una historia de amor que trasciende fronteras, conflictos y la misma existencia de los cuerpos que se profesan ese amor descarnado y apasionado. No encuentro mejor forma de celebrar la obra literaria de Papa, como le decían de cariño sus amigos más cercanos, sino a través de la traducción de ese espíritu en el ámbito cinematográfico más clásico.
Por Davo Valdés de la Campa (@Davovaldes)
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