‘Más fuerte que las bombas’ y la lectura de las imágenes

Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo.
La memoria es, dolorosamente, la única relación que
podemos sostener con los muertos.
Sontag

La narración fragmentada y escindida se ha vuelto una apuesta actual en los trabajos cinematográficas que precisamente buscan transcender una narración lineal; Heart of a Dog (Laurie Anderson, 2015), Samurai X (Raúl Perrone, 2015).

El tercer largometraje de Joachim Trier nominado a la Palma de Oro del Festival de Cine de Cannes de 2015,  y tal vez el menos unitario, es la exploración de la memoria, la ficción de los recuerdos, las proyecciones y las aristas que se desprenden de la muerte en los que se quedan, en los que deciden ser valientes.

La publicación de un artículo en memoria de la fotógrafa de guerra Isabelle (multigalardonada y hermética Isabelle Hupert), es el punto de quiebre para que su familia trate de organizar las ruinas que dejó tras su suicidio. Gene (Gabriel Byrne) no sabe cómo comunicarse con su hijo adolescente Conrad (silencioso y aislado Devin Druin) que prefiere la soledad de sus audífonos y el mundo ficcional de los juegos de estrategia online. Jonah (Jesse Eisenberg), el hijo mayor y padre primerizo,  regresa a la casa primigenia para revisar el material que dejó  su madre. La convergencia de tres soledades trata de establecer puentes en las fracturas, palabras en los vacíos y recuerdos ficcionales en el pasado. La vida es la escritura de recuerdos pasados por el filtro del deseo, del hubiera.

Joachim Trier juega con las aproximaciones a Isabelle: Gene aún habla con ella, le pide consejos y duerme con ella; Conrad la ve en su infancia y conversa con ella en el presente. Los juegos no sólo son argumentativos, sino formales. Flashbacks y Flashforwards dislocan la linealidad del sujeto, del tiempo y la memoria. Constantes close ups con cámara en mano que denotan la fragilidad del lenguaje y la presencia. Acostumbrados a una paleta mucho más fría en sus dos obras previas, Trier apuesta mayoritariamente por la luz natural y claroscuros en los interiores, interiores que no sólo vinculan las tres distorsiones, las tres sobrevivencias, sino la propia memoria que converge en Isabelle. El soundtrack sigue siendo fundamental en la estructura del director noruego; melodías eclécticas que se configuran con un reparto también diverso.

Isabelle, figura itinerante, trata de sublimar en su fotografía lo que no alcanza a ser en sus vínculos familiares: “no es que no te quieran; no te necesitan”. La falta de lugar, la falta de pertenencia obliga a Isabelle a buscar imágenes que no sólo estén plásticamente bien estructuradas, sino que atraviesen la estética por la experiencia. En un momento de apertura y de ejercicio literario, Conrad muestra a su hermano mayor una especie de ensayo autobiográfico en donde permea lo cotidiano, -una de las virtudes de Trier es que evita las construcciones epifánicas por el desglose de lo común-, y una de las enseñanzas que le dejó la fracturada Isabelle: leer las imágenes. Las fotografías son presentadas y adquieren un sentido según la manipulación de quien las captura: “Quienes insisten en la fuerza probatoria de las imágenes que toma la cámara han de soslayar la cuestión de la subjetividad del hacedor de esas imágenes” (Sontag, 2003).

La tercera película de Trier recorre un camino menos sórdido que sus antecesoras: por momentos secuencias de comedia que no desentonan con el cuerpo principal, pero sin dejar del lado el rigor teórico y una especie de catarsis en el argumento. La desmitificación de la figura materna, la colisión de experiencias subjetivas y sus vasos comunicantes y la imposibilidad de la comunicación sólo salvada por la empatía y el cariño, son nuevos lugares a los que asiste la ficción y la memoria. Para poder recordar a los muertos sin sufrimiento, es necesario su reivindicación en la praxis cotidiana, en la empatía completo.

Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)

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