‘Lobos de Manhattan’: Licantrofilia

“Cuando no amas la vida o la vida no te da satisfacción,
recurres a las películas”
François Truffaut

Varios críticos tanto internacionales como extranjeros, desde el prestigiado estadunidense Jonathan Rosenbaum hasta el finado Gustavo García han hecho hincapié en como es que la cinefilia se ha transformado de un ejercicio crítico y reflexivo en uno de consumo masivo, irreflexivo y voraz, en el que los jóvenes, rebosantes de agilidad y pericia para el manejo de nuevas tecnologías así como maneras de ver las películas, teniendo una generación que es capaz de ver todo pero incapaz de deconstruir e integrar, y que, ante tal incapacidad, elige reproducir y replicar.

En Lobos de Manhattan (The Wolfpack, 2015), la documentalista debutante Crystal Moselle, se topa en el Bajo Este de Manhattan con una historia tan bizarra, macabra y entrañable que sería para cualquier cineasta o periodista una auténtica mina de oro: Los hermanos Angulo, muchachos de ascendencia latina y estadunidense viven recluidos en su departamento bajo el comando moral de su padre, una especie de guía turístico que tiene una ascética (e inconsistente) visión del mundo y su único contacto con el mundo externo es la colección de más de 5000 títulos que conforman su videoteca personal.

La historia por sí sola merece ser conocida, presentando la convergencia de dos visiones del mundo radicalmente distintas: una influida por un brahmanismo mal entendido y aplicado así como la de la ilusión de realidad generada por los medios audiovisuales contemporáneos.

El patriarca Angulo, un hombre de comportamiento errático ha bautizado a cada uno de sus hijos como una deidad hindú y se ha dedicado a la preservación de la pureza de sus hijos y única hija, tal como en El castillo de la pureza (1977) o Kynodonthas (2011),  quienes generan vínculos más cercanos con las imágenes e historias que llenan sus cabezas y que buscan emular con medios austeros como cartón, estambre y papel, tal como Michel Gondry en Be Kind Rewind! (2008), creando así una marcada disonancia entre los motivos y métodos del padre y las divertidas recreaciones y el posterior contacto de los hermanos Angulo con el exterior.

Desafortunadamente la historia es apenas arañada por la debutante Moselle, que apenas esboza aspectos centrales de la dinámica familiar de los Angulo intercalándolos con recreaciones hechas por los muchachos de películas como El caballero oscuro (2008), Perros de reserva (1990) o Sin lugar para los débiles (2007), las cuales se encuentran descontextualizadas y sin una integración orgánica en la errática estructura del documental.

Moselle, quizá en un afán de no comprometer a sus protagonistas, evade áreas que ella misma destapa, llevando el documental de un tono claramente sombrío a uno casi superacional, en el que los Angulo gradualmente van conociendo el mundo sin pantallas o ventanas de por medio, cambio que quizá debió haber sido explorado y presentado a mayor detalle, pero el documental, y particularmente la documentalista, parece no querer pasar demasiado tiempo en el departamento, presionando por un cambio de escenario, lo cual deja sin saciar la más morbosa curiosidad

A pesar de esto, el caso es tan atractivo y estimulante que el documental nunca deja de generar material digno de ser discutido y analizado, particularmente el retrato de una cinefilia moderna, una regida por el multireferencial egocentrismo de Quentin Tarantino y anclada en la reelaboración y el pastiche. Si el mundo que nos rodea no es lo suficientemente estimulante, resulta más fácil replicar otros que crear uno nuevo o conocer el real, sin duda amenazante no solo para estos púberes lobos, sino para toda una generación que aulla desde una sala de cine.

Por JJ Negrete (@jjenegretec)

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