‘Los Miserables’: El paroxismo del gesto

Ha existido de manera constante un afán por humanizar y acercar la historia a toda la masa, darle rostros e historias a los grandes eventos colectivos que a lo largo de la historia han sido focos de cambios sumamente importantes. La Revolución Francesa sentó un precedente básico en la conformación de las sociedades actuales en todas sus aristas, incluso dando las pautas de lo que es un musical por antonomasia.

Pero antes del musical estuvo la obra clásica de Victor Hugo, considerada una de las obras literarias más importantes no solo del S. XIX, sino de todos los tiempos, pero la apremiante necesidad de digestivos culturales se ha llevado primero a una pomposamente dramática obra musical por las poderosas letras de Alain Boubill y Jean Marc Natel y la dramática música de Claude-Michel Schönbegr (inspirado fuertemente en el canon clásico), estrenada en Londres (cuna del teatro ‘moderno’) en el año de 1983.

Adelante su cassetera 30 años y ahora estamos ante un fenómeno de dimensiones mundiales, el musical más popular de todos los tiempos, adaptaciones y ventas a infinidad de mercados internacionales y generando nuevas pautas para obras musicales desde ese punto, que son locamente aclamadas por amplios sectores de la audiencia mientras son aborrecidos con pasión por otros tantos. Las versiones fílmicas ya se tenían también por más de 10, entonces ¿por qué es necesaria una revisión de este polarizante clásico? Porqué nunca es suficiente.

Este es el axioma central que parece empujar la estridente versión fílmica del paria online, Tom Hooper, detestado por hordas de usuarios de internet por quitarle un Oscar a David Fincher y parecerse cada vez más a un pulgar. Hooper aplica de manera indiscriminada y explotativa recursos del lenguaje fílmico con pedante arrebato desde los cuadros iniciales, donde un inmenso barco es jalado por un grupo de reos. Hooper elige el close up como su arma dialéctica y la vulgarización de emociones reales como letales dardos a la manipulación emocional de la audiencia.

Donde la cinta debe ser de fuerza sonora, es gritada. Donde hay dolor, sólo se oyen desesperados alaridos. Donde debe de haber sutileza, existe únicamente una burda opereta. Donde se quiere evocar un dramatismo faustiano se termina invocando una prostitución emocional en la que el gesto y la mímica ahogan el alma. Sin embargo, se ha de reconocer que hay interpretaciones increíblemente poderosas en las que, a pesar de los esfuerzos del director por acelerar y forzar una violación emocional, los intérpretes anteponen sutiles y contenidos momentos de poder.

La portentosa voz de Hugh Jackman no hace mella en su sutil rendición de Jean Valjean, el moralmente liado fugitivo y su relación ambivalente y homoerótica con su persecutor, un fatal Rusell Crowe (¿andaba ronquito?) como Javert (hubiera preferido ver al Detective SamuelsTommy Lee Jones— de El Fugitivo). Jackman en cada escena hace patente su ominosa presencia con un Valjean que explota en el momento adecuado y lleva una transformación de la ira a la parsimonia, patente en cada interpretación y de manera gradual, un trabajo de inteligencia vocal muy bien logrado.

Pero la cereza del pastel, como siempre, esta representada por el sufrimiento femenino. Anne Hathaway se hace de una delicada pero avasalladora interpretación de I dreamed a dream, himno al sufrimiento y al martirio femenino en los terrenos dramáticos (seguido de cerca por el himno feminista, Mujeres Engañadas de Laurita León). Lo cierto es que la película alcanza una elegante cima con las escenas de Hathaway, por mucho que el ultraje de Hooper o la aplastante misoginia de Victor Hugo quieran sacarle dientes, raparla y violarla incesantemente, la contra respuesta de Hathaway es impresa en su delicada mirada y la dulzura de sus rasgos, un testamento al poderío femenino/materno.

Les Misérables es una obra clásica que perpetúa estereotipos arcaicos de género, dramatiza la lucha social, habla de relaciones neuróticas sumamente complejas (la incestuosa relación de Cossette y Valjean, la obsesión y fijación de Javert, el severo retraso mental de los Thernadier —grotescos Bonham Carter y Baron Cohen—) y que retrata a los promotores del cambio social como enfermizos célibes que una vez enamorados botan el idealismo, el amor como sustituto de la lucha y la canción como sustituto de lo real. Una densa neblina emocional que bombardea los sentidos pero vacía el discurso.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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