Tomando el título de la obra homónima clásica de Victor Hugo, como una referencia más impostada y caprichosa que genuina o vigente, Les Miserables abre con el júbilo de una Francia unida por el futbol aunque profundamente dividida en sus barrios por una fuerza policial bruta y de tintes fascistas.
Haciendo alusiones obvias a las fuerzas policiacas de Emmanuele Macron y la situación de la Francia urbana e inmigrante, la película del debutante Ladj Ly se congratula en los excesos violentos de sus múltiples trampas narrativas y artificio vacío –como el recurrente y hueco uso de tomas de drones–, para exponer, más que un problema del mundo contemporáneo, un problema del cine contemporáneo: ¿cómo transformar lo vigente en cinematográfico?
Rozando los abismos que tocó el año pasado Cafarnaum, de Nadine Labaki, con dos grados menos de vanidad. Es difícil decir si Les Miserables es torpe o arribista, aún con la mano efectiva de Ly: hábil narrador pero dudoso cronista.
Cuando una película, o su cineasta, dice que muestra “la verdad de…” en sus imágenes, lo más probable es que alguno esté mintiendo. O al menos distorsionando la realidad para traducirla a un lenguaje mediático, no periodístico y mucho menos cinematográfico.
Uno de los pocos aciertos de la película es citar a Víctor Hugo al final, afirmando que no existen malas hierbas ni personas malas, sólo malos cultivadores. Justo el caso para malos cineastas.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)