‘Las elegidas’: Matar el sentimiento

Comúnmente, cuando se ama, además del vértigo de los besos, los abrazos y las caricias, se es invadido por una premisa esencial: somos esa persona, ese otro que posibilita, que complementa: Sofía aguanta la respiración, ríe, está nerviosa porque su cuerpo vive una nueva experiencia. Ulises, su novio, la tranquiliza, la besa y como suele suceder bajo el amor, las promesas llegan y con ellas, la sensación de sentirse la elegida.

¿Qué podría salir mal? Para explicar e intentar dilucidar una respuesta es necesario recordar que el amor también es una fase de descontrol, de inconciencia y que, irremediablemente, Sofía (Nancy Talamantes) y Ulises (Óscar Torres) son parte de una maquinaria de poder y violencia que sobrepasa cualquier imaginario y cualquier tipo de promesa, un contexto complejo y doloroso que el director David Pablos explora en Las elegidas (2015).

Ulises nació en una familia muy particular, una en donde la explotación femenina es el negocio familiar, donde seducir y matar el sentimiento son regla de un destino que cuestionará cuando se enamore de Sofía, su primera mujer enganchada para la prostitución. Así, Pablos estudia las circunstancias que rodean a sus protagonistas: lo que sortean, lo que anhelan, sus miedos e inconformidades. Todo el infierno es visto por el lente nebuloso generado por la inexperiencia del “primer amor” que surge desde una puesta en escena perversa, repetitiva, que toma como dogma instrucciones claras y precisas para fascinar, enamorar y destruir.

Aquí los protagonistas son, en cierta medida, atípicos: son estas primeras escenas llenas de ensueño (la playa, el paseo en bicicleta) que los alejan del perfil recurrente en la representación victima-victimario; gracias a esto, la tensión dramática adquiere dimensiones poderosas: es en el silencio de Sofía, las expresiones adustas de Ulises, la sonrisa maliciosa de Héctor (José Santillán), la frialdad de Marcos (Edward Coward) o el nerviosismo de Eugenia (Raquel Presa) en donde recae, casi por completo, la eficacia de la película.

Las elegidas, por su temática, debería tener un interés casi automático que explote, como bien dicta la tradición del cine mexicano contemporáneo, el horror; sin embargo, la presencia de la violencia no es explicita y gracias a ciertas estrategias narrativas que son complementadas con el diseño sonoro en manos de Alejandro de Icaza, que lo no visible se convierte en un marco de referencia, un aviso al espectador que es igual o más abrazador que la imagen misma.

Esta armonía entre el tema y la forma permite que el director desafíe el espectáculo de lo grotesco a través de lo que es irrepresentable: no hay sexo, no hay cuerpos, sólo hombres inexpresivos y una Sofía que pareciera ser testigo de su propio dolor, un sufrimiento que poco a poco se transforma en un fuera de foco que desdibuja la escena, un recurso que, más que ser sólo una habilidad técnica, también se convierte en una alegoría: en este burdel las mujeres pierden su forma, su identidad. Sofía ahora es Andrea.

Pablos entrega la avalancha de sensaciones en un ritmo acompasado que permite ser parte de la evolución de los personajes. Todo el dolor que supone una temática así es contenida en un juego de planos (medios y generales, principalmente) que de una u otra forma, se convierten en los retratos de los personajes. Así, el dinamismo en Las elegidas surge de una mirada que se traduce en un juego de encuadres sencillos pero llenos de una carga simbólica, una fotografía a cargo de Carolina Costa que sobrecoge, envuelve.

De esta manera, la película es, en primera instancia, una posibilidad, una apuesta de Pablos para entender el fenómeno en donde todos están recluidos. Quizá en esta ocasión el universo elegido fue la trata de blancas pero, más allá de eso, somos testigos de cómo la violencia y el miedo tienen la capacidad para despojar, aniquilar, paralizar. Los planos abiertos en donde las compañeras de Sofía están en una espera casi coreográfica confirman lo que todos, dentro y fuera de la ficción sabemos: ellas son vidas que lloran silenciosamente, no hay lagrimas, no hay gritos, sólo una rutina que resguarda el horror.

Las elegidas no es “un retrato fiel” de un problema social pues la incomodidad que despierta en algunos espectadores sobre la “falta de realismo” bajo la acusación “el universo de la trata no es así” expresa, sin duda, la incomprensión de lo que significa construir un ejercicio cinematográfico desde la ficción. Sí, es inevitable no pensar en el contexto contemporáneo: las asesinadas, las desaparecidas, pero Pablos parte de una premisa y es a través de ella en donde elige, como cualquier contador de historias, hacia dónde llevarla.

¿Serviría de algo recurrir, una vez más, a la historia prototipo en donde victima-victimario adquieren proporciones monstruosas? La película asume el riesgo de inmiscuirse en el lado humano, y es justo en estas ultimas palabras, el lado humano, en donde gesta la compleja relación de amor (¿?) entre Sofía y Ulises, un vehículo narrativo, actoral y formal que sabe que no son necesarios los juicios, las condenas, o al menos no de manera frontal y tajante.

En las vicisitudes de este universo, lo que importa será la permanencia del negocio, de una herencia que Héctor y Ulises asumirán sin importar la crueldad, el horror y el cinismo, un círculo infinito en donde se olvidarán nombres: Perla que siempre fue Inés (Alicia Quiñonez), se integrarán otros como el de Marta (Leidi Gutiérrez), en donde persistirá la esperanza (el padre, la fotografía y su búsqueda) o se criarán niños sin madres que, con seguridad, también serán absorbidos por el deber ser de una familia.

Ulises mató el sentimiento. Sedujo. Ejecutó. Lo hizo desde la ingenuidad del amor al creer que sólo así recuperaría no sólo física, sino también mental a Sofía. De nuevo juntos, de nuevo los paseos en bicicleta. La desgracia de los dos comenzó desde el momento en que su historia fue concebida bajo un contexto en donde el lenguaje es permeado por la violencia y ser la elegida no es únicamente una cuestión de amor, sino también algo que es incompresible y doloroso.

Por Arantxa Luna (@mentecata_)

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