Una de las tesis de Tiempo suspendido (2015), el excelente documental de Natalia Bruschten, es que nuestra muerte es un realidad un fenómeno doble. No sólo desaparecemos de este plano existencial, quedamos en la memoria de aquellos a nuestro alrededor transformando sus vidas aun cuando no estemos. Nuestra verdadera muerte llega con la de ellos.
La vida después (2013), ópera prima del egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, David Pablos, maneja una idea central similar, donde las consecuencias de la partida resuenan sin descanso. Silvia (María Renée Prudencio) tiene dos niños (quienes nunca la llaman madre, sólo por su nombre de pila), Samuel y Rodrigo, está soltera y recién perdió a la figura que anclaba todo: su padre.
Es una ausencia que los años no lograron sanar, en elegantes y sobrios movimientos de cámara Pablos se encarga de informarnos lo inclemente del transcurrir de los calendarios en la piel de Silvia o la dureza en la mirada de Rodrigo (Rodrigo Azuela), ahora convertido en un adolescente desinteresado por todo. Por eso cuando Silvia desaparece y los muchachos titubean en ir a buscarla o sólo dejarla partir, la duda suena auténtica. Pablos nos ha dado las herramientas suficientes para saber qué vendrá.
Sin duda muchos de los elementos de La vida después han sido usados, quizá hasta el cansancio, por la cinematografía producida en México (el road trip, el agua como elemento puro, adolescentes sin futuro), el debut de Pablos se distancia gracias a la forma en que muestra cómo una relación familiar puede envenenarse gracias a la falta de alguien.
Silvia sabe que sus hijos la necesitan, una segunda pérdida sería insuperable. Aun así marcha a su destino, por eso les pide perdón. Es un debut prometedor para un cineasta joven. La vida es la suma de esos ecos, resonando eternamente en el alma.
Por Rafael Paz (@pazespa)