‘La última tentación de Cristo’: El temor y la virtud

El conflicto de Cristo es el de todos los grandes hombres. A él, según la fe cristiana, lo llamó Dios; al resto los llama la humanidad. Entendido como el principio de realidad, Dios es el inexpresable e incomprensible absoluto que héroes y sabios luchan por asimilar en el choque absurdo entre la mortalidad y el entendimiento. Morimos muy pronto para saberlo todo. Tal es el conflicto espiritual eterno que enfatiza el prólogo al inicio de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), y es también el componente humano de su protagonista, que lo liga con la especie.

Lejos de los evangelios, el Cristo (Willem Daofe) de Martin Scorsese está hecho de miedo y duda aun al momento de la crucifixión. Sus aforismos y sus parábolas le parecen inexplicables incluso a él porque la voluntad divina es ajena a una lógica humana. Como la realidad, el Dios de Scorsese –y le bíblico– no se expresa de manera clara porque su condición infinita es incomprensible para el hombre; entonces sólo la mentira y la tentación, al ser negadas, revelan la virtud. Como las mentiras finas según Oscar Wilde, que son evidencia de sí mismas, los placeres con que Satán tienta a Cristo demuestran lo que no es la probidad. La carga de Cristo es, como la de Edipo ante la Esfinge, resolver esos enigmas para encontrar y seguir la voluntad de Dios.

Pero el Cristo de Scorsese puede elegir. Entre menos evidentes las tentaciones, más errores comete. Desde el principio vemos esta tendencia a errar en su indiferencia hacia su llamado. “Dios me ama”, dice, “quiero que se detenga”. Y por ello Judas (Harvey Keitel) lo condena: “Yo lucho. Tú colaboras”. Cristo hace cruces para los romanos en plena revolución en Judea porque su refugio, su dios, es el miedo. Y no sólo eso. El temor es la primera herramienta de Cristo para juntar a sus seguidores. Para evitar que María Magdalena sea apedreada, Cristo promete la ira divina en forma de parálisis para los malhechores. Acaso dando razón a Friedrich Nietzsche, que en El anticristo rechaza el cristianismo por basarse en una aversión al dolor, Cristo expresa la voluntad divina como un torrente de temor y castigo que aplasta al hombre en su intento por romper los mandamientos.

Sin embargo, el propio Cristo es libre de reconsiderar y redimirse. Sus transformaciones discursivas, que van del miedo al amor, y de ahí a la muerte, desorientan y parecen expresar que el fin justifica todos los miedos, pero el medio último, el sacrificio, termina revelando no sólo la voluntad divina, sino la crucifixión como entrega, como amor a los hombres. Cristo teme a la muerte y grita, como en el Evangelio según Mateo, “¡Padre, ¿por qué me has olvidado?!”. La desesperación y el dolor, pero sobre todo el miedo, invocan a Satán, quien, disfrazado de ángel, ofrece a Cristo una alternativa. La última tentación del título, una vida libre de la profecía, del peso atlántico de representar a Dios en el mundo, hace bajar a Cristo. Él aún es cobarde.

El camino del miedo es el de la normalidad, el del placer carnal con María Magdalena, el de la misoginia –como ya lo explicamos en El misterio de la feminidad –, que dicta: “Sólo existe una mujer”. En un intento por recuperar a Cristo, Dios se lleva a María, pero su emisario no comprende y se emberrincha. Ya que todas las mujeres son la misma, se casa con la hermana de Lázaro, a quien levantó de entre los muertos. El Cristo de Scorsese se esconde en un sueño no de grandeza, sino de cotidianidad.

Con esta tentación, Scorsese expresa la vida normal como el deseo de los grandes hombres, que encuentran alivio en el anonimato y placer en la irresponsabilidad. Las páginas de la historia implican una renuncia, si satisfactoria, a la vez dolorosa. El hombre, fetichista, convierte a sus líderes en objeto, para bien y para mal. Cristo no soporta este rol y por ello confronta a Pablo (Harry Dean Stanton), quien predica la palabra del que sí se inmoló. Ante el ataque, el apóstol responde: “Mi Jesús es más poderoso”.

No es hasta que comienza una masacre en Judea, producto del abandono de Cristo, que los apóstoles regresan a él. Judas, que lo traicionó en nombre de la causa, lo acusa de cobarde, como al inicio de la cinta. El ángel guardián, le explica, es el diablo disfrazado. Arrepentido, Cristo se arrastra a la cima de una colina y lamenta ante Dios: “¡Me resistí (…) No peleé lo suficiente (…) Quiero traer la salvación (…) Quiero ser el mecías!”. Y entonces la cinta culmina con el Evangelio según Juan: “Se ha cumplido”. Consummatum est.

El viaje que Scorsese hace emprender a Cristo es uno del miedo a la valentía; de la duda a la firmeza. La voluntad divina puede ser una presión, pero no una orden. Scorsese cuenta una versión de la historia de Cristo que revela más del espíritu humano que de la fe religiosa. En su intento por acercarse al hijo de Dios, Martin Scorsese más bien lo aproxima a nosotros y nos entrega una máxima sobre la redención y la lucha. Su Cristo está cerca porque su búsqueda de claridad y sentido, así como su forcejeo entre el miedo y la resolución nos pertenece a todos. Su muerte es un triunfo y una consumación de lo humano.

 Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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