La llegada y Muerte de Julio César

Parte I

El hombre es un lobo para el hombre, como decía Hobbes en su obra Leviatán, y es que en el camino de lo racional un hombre cualquiera, probablemente el más cobarde de todos, usa la razón como herramienta para destruir con retórica al hombre mismo.

Con una impresionante dirección, Joseph L. Mankiewicz, logra en su versión de Julius Caesar (1953) no sólo hacer una representación sustancialmente fiel de la obra de Shakespeare, también otorga una interesante lectura en la fusión de un guión versado y la mimesis de sus actores.

He escuchado muchas veces una especie de renuencia ante las adaptaciones de obras literarias  al cine. Vale la pena comentar que el cine y la literatura difieren en su estructura como medio pero que, como se puede analizar en una adaptación, funcionan más bien a favor de un mensaje primigenio del que el autor es inherentemente responsable.

Veámoslo de esta manera: la literatura es una versión corográfica, la descripción detallada del espacio, mientras que el cine es  una transcripción topográfica, se concentra en una característica del espacio.

Por esta razón, en la primera parte de este texto nos concentraremos en desmembrar  la obra de Shakespeare a través de la representación fílmica de Mankiewicz, desde el inicio de la trama hasta la muerte de Julio César (Louis Calhern), pues hasta este punto la temática cambia sustancialmente de la ruptura a la edificación.

La obra isabelina responde a varias lecturas que requieren de más o menos atención, sin embargo, existe una muy importante, universal y actual representación de caos y terrible miedo a la decisión, que obliga al hombre a depositar en alguien más sus derechos. Es un estadio propiamente politiquero –en el sentido peyorativo- que trasciende el tiempo y retrata en la magistral obra shakesperiana una experiencia por todos vivida.

En filme comienza con el atisbo de una representación, aún vigente, del caos social posterior al término de un gobierno. La escena retrata un ambiente de tensión ante la división que vive Roma entre los seguidores del ya derrocado Pompeyo “El Grande” –mayoritariamente patricios– y  los nuevos, pero confundidos adeptos al César,  entre los que se encontraban los tribunos de la plebe y algunos senadores.

Es particular como podemos encontrar en una obra del Siglo XVI características que siguen siendo distintivas entre las clases sociales de todos los tiempos. Los tribunos, escogidos por los plebeyos  como sus representantes y defensores, se vuelcan contra ellos para transformarse en fieras prepotentes. Los plebeyos, por otra parte, son apáticos ante la nueva vena política instaurada por el César, demuestran el entumecido criterio que los obliga a adaptarse, pero responden, a un nivel personal, contra sus más inmediatos represores: los Tribunos.

Debo confesar que me intrigaba saber cómo resolvería Mankiewicz la representación de las Lupercalias, considerando que el festejo consistía en una especie de carrera en la que los jóvenes solteros, hijos de patricios, corrían desnudos por la ciudad tocando con una varita de membrillo las palmas de las manos de las mujeres casadas y matronas, para propiciar fertilidad. Esta escena es necesaria en la historia pues introduce  el fuerte lazo entre el soltero Marco Antonio y Julio César, quién le pide toque la palma de su hermosa esposa Calpurnia, representada por la inglesa Greer Garson.

Lo único que puedo decir al respecto es que Mankiewicz escogió al mejor actor de la época, quien no sólo fue capaz de representar esa especie de voluptuosidad necesaria en el personaje y al mismo tiempo desarrollar un Marco Antonio fuerte, íntegro y concienzudo, también estaba familiarizado con un método más teatral desde su trabajo en la adaptación de Un tranvía llamado deseo (1951, Elia Kazan) de Arthur Miller. Señoras y señores, con ustedes el espectacular Marlon Brando.

La parte del mito tanto en la obra como en el filme está representada, en esta primera parte de nuestro análisis, en la predicción sobre el idus de marzo y en los sueños de Calpurnia.  En esta parte, el filme cumple de manera más fidedigna esa especie de sombría actitud ante lo místico que, aunque trascendente en la obra de Shakespeare, es mucho menos significativa en las tomas que Mankewicz maneja.

Mankewicz se mantiene muy fiel a la literalidad de la obra en la parte del filme en donde Cassius (John Gielgud) convence y seduce a Brutus (James Mason) sobre la soberbia del su nuevo emperador y  así, a los pies de una estatua del César, Cassius –antiguo súbdito de Pompeyo a quién le fuera perdonada la vida– inicia la conspiración contra el César.

En este punto, estamos familiarizados con el recurso retórico inherente en la obra de Shakespeare a manera de una alegoría de la política y el desarrollo del poder. Sin embargo, una de las mejores cualidades del cine es traducir en un ataque a los sentidos eso que en la palabra se expresa y, únicamente por el manejo de los elementos cinematográficos, en este sentido, el filme aporta una visión innovadora en la interpretación de una de las escenas más conocidas de la tragedia: la muerte de Julius Caesar.

Desde el momento en que el espectador sabe que la conspiración se ha confraguado, el hilo conductor se transmuta en una sustancial secuencia de emociones. Calpurnia, advirtiendo al César de no asistir a lo que sabemos sería su muerte, la moralista conversación con Decius (John Hoyt) que lleva al César a sucumbir ante aquella cita en el Senado, su terrible deceso a manos de sus conspiradores y la ya clásica frase que inmortalizaría el momento último ante la traición: “Et tu, Brute?”.

La muerte del César y la resurrección en las palabras de su fiel Marco Antonio. El final de esta primera parte es el inicio de una fortísima batalla y conquista. La definición del imperio. Las piezas están ahí, funcionando como engranes para la introducción de una parte medularmente táctica y más lejana de lo sentimental. Vale la pena aplaudir la actuación de Marlon Brando en el discurso que inmortalizaría el término, más allá de una oratoria barata, una crítica hilvanada en el conocimiento de esa retórica popular que manipuló la mente de Brutus y que después utilizaría para justificar la muerte de Julius Caesar.

Terminaré reproduciendo un pedazo del magnífico discurso que Maco Antonio pronunciaría frente a los ciudadanos de Roma, el Senado, Brutus y, por supuesto, el cuerpo inherte de Julius Caesar:

Fue César mi amigo, fiel y justo conmigo; pero Bruto dice que era ambicioso. Bruto es un hombre honorable. Trajo a Roma muchos prisioneros de guerra, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Puede verse en esto la ambición de César? Cuando el pobre lloró, César lo consoló. La ambición suele estar hecha de una aleación más dura. Pero Bruto dice que era ambicioso y Bruto es un hombre de honor

Click para ver el video del discurso. 

Por Adele Snails (@Adelesnails)

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