‘Orfeo negro’: La dualidad del infinito

La aparición de la muerte en el paraíso nos da en Orfeo negro (Orfeu negro, 1959) no una visión pesimista, sino absoluta. Aunque la primera imagen, con su alegre transgresión de la solemnidad que presenta un relieve sobre el Orfeo griego, promete una narrativa boba, acaso promotora de la música y la vitalidad brasileñas, la paulatina decadencia del carnaval, del día, transforma a la cinta entera en una sorpresiva comprensión de la existencia. Durante la primera parte del filme, pareciera que el mito cederá a las presiones de la taquilla y los ritmos brasileños se adueñarán con su sensualidad vibrante, similar a un corazón agitado, de la pérdida que conlleva el mito de Orfeo, para convertirla en un acto de rescate y amor eterno. Sin embargo, el hermoso final, evocador de la visión circular del infinito de Borges y Joyce, ofrece una interpretación astral donde un hombre cae para que otro se levante, como el sol al amanecer.

En la guitarra de Orfeo (Breno Mello) está inscrita la leyenda: “Orfeo es mi maestro”; un par de niños le pregunta qué significa y él explica que “ya hubo un Orfeo antes de mí. Tal vez después aparezca otro”. El director Marcel Camus deja entrever desde ese momento que la transmutación no del alma, sino de la vocación, es la forma en que el universo se regenera. Como en el Tlön de Borges, donde todos los hombres que citan a Shakespeare son Shakespeare, en el Brasil de Marcel Camus todos los guitarristas que tocan como el Orfeo negro son él. La continuidad es más que propagación, gravitación. El día y el hombre caen, pero también se levantan. La dualidad de la oscuridad y la luz se convierte en el tema y la forma de la cinta, que no los ve como opuestos desde la moralista postura occidental, sino como un complemento esencial que exalta la vida pero no lamenta la muerte. Durante el día previo al carnaval, cuando Eurídice (Marpessa Dawn) llega a Río de Janeiro huyendo de un asesino, Orfeo intenta conquistarla mientras al fondo resuena una samba estruendosa e incesante. En la noche se aparece el extraño perseguidor disfrazado de calavera, dotado de algo mayor a la crueldad: la fatuidad. Los personajes de Camus no son individuos, sino símbolos de la humanidad, destinados por ello de manera mítica a acercarse, amarse, perderse y morir. En ningún momento pierde Camus el control de su narrativa, que podría culminar con la inmortalidad implícita en la fábula, “vivieron felices para siempre”, pero elige el destino de la humanidad entera: la tumba.

Como en el mito original, Orfeo pierde a Eurídice y aunque la sigue al Hades para recuperarla, incumple su promesa de no mirar atrás mientras se acerca con su amada a la Tierra y ella le es arrebatada para siempre. Este viaje es un contraste, basado en la concepción dicótoma de Camus que representa la noche y el inframundo como un silencio opuesto a la vitalidad del carnaval de Río. Allí los amantes no juguetean, como la prima de Eurídice con su novio, ni se baila con sensualidad para excitar la piel; el contacto es un privilegio. Las continuas digresiones que mostraban en el día la emocionante atmósfera de la ciudad, con sus vendedores ambulantes y sus músicos en la calle, desaparece y se somete a la sobria linealidad que guía a Orfeo a su último encuentro con la mujer de su vida.

Esta transformación del día en noche, del color en sombra, también se percibe en la música, que oscila entre los ritmos veloces y el melancólico romance con que Orfeo canta y toca su guitarra. En este mundo que nos presenta Camus, ningún estado es definitivo; todo es un complemento de algo más y la unión de ambas partes nos entrega una esencia del absoluto. Por ello, el tema central es el amor de pareja, que reúne al hombre y la mujer, las dos piezas que culminan su atracción en vida nueva. La película resulta sólo al final una travesía compleja y dolorosa para los más románticos, que no encontrarán en ella un sueño, sino la extraordinaria fuerza vital de la realidad, que abruma la fantasía y advierte sobre la necesidad de vivir a tiempo en un mundo que perdemos muy pronto.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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