Distraídos por nuestra personalidad, los humanos somos sombras de nuestra imaginación. No somos aquello que inventamos, sino el fracaso de esa creación. En desafío a nuestras biografías, nos escondemos bajo nuestra idea de lo grandioso, de lo aceptable, y enterramos bajo ella nuestra esencia. La normalidad es una farsa; la presa que detiene el caudal de nuestro espíritu. El insulto a esa máscara es un dolor indecible, pero también un instante, como el almuerzo al desnudo según William Burroughs, donde todos miran lo que está al final del tenedor. El esfuerzo por escondernos se disgrega como una sombra ante el sol y nos niega la negación de nosotros mismos; nos enfrenta con las despreciables respuestas a la pregunta “¿Quién soy?”. Es el momento cuando los ídolos caen.
La arrogancia de Aydin (Haluk Bilginer) en Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014), de Nuri Bilge Ceylan, es una tentación al desengaño y el origen de un terrible colapso. En frases como “Mi reino es pequeño pero soy rey” se funda la mentira de lo cotidiano. La familia que forman Aydin, su hermana, Necla (Demet Akbag), y su esposa, Nihal (Melisa Sözen), es un edificio cimentado en un pantano y condenado a hundirse en él. En el fondo, Aydin lo sabe y por ello escapa a su oficina, el único rincón real de su reino, un hotel llamado Othello. Allí, para mostrar su relevancia, lee una carta zalamera donde le piden ayuda para un proyecto caritativo. El silencio de Nihal y del amigo de Aydin, Suavi (Tamer Levent), derrumba al rey con sutileza. La habitación evoca y a la vez contrasta con la oficina de Vito Corleone (Marlon Brando): en ambas se recibe gente que pide favores, acaso lacayos, pero el poderío romántico y los colores cálidos han desaparecido en un cariz grisáceo, apagado, donde el patriarca es castrado por la indolencia.
La lectura de la carta es un resumen de la vida entera en el hotel, donde Aydin sólo se da la oportunidad de reír cuando humilla a la gente cercana o cuando relata a los huéspedes sus viejas glorias como luminaria del teatro turco. Si realmente lo fue no podemos saberlo; menos cuando Necla acusa a Aydin de ser romántico, ingenuo y poco arriesgado, salvo cuando se contradice para contrapuntear a alguien más. Quizá por ser actor, le explica, “te has olvidado de ser tú mismo”. Aydin es una constante invención, que no reinvención, de sí mismo, es decir, su personalidad se funda en la conveniencia. Causa o resultado de ello, Aydin percibe al mundo entero como un arado hostil donde se siembran sólo enemigos. Desconfiar y fingir son sus armas. La única persona ante la que responde no sólo con una gentileza genuina, sino con una transformación sincera de sí mismo, es un joven viajero que quizá le recuerde lo que ya no es. Por él compra un caballo que libera en un gesto simbólico de una libertad no deseada.
Con sus personajes, Ceylan construye una visión evocadora de Antón Chéjov donde la normalidad es una casa de los espejos. La intolerancia no está a flor de piel, sino del espíritu. Es hasta que la tensión acumulada se libera por los poros, por la voz, que podemos palpar el odio que corroe esta pequeña sociedad donde el insulto y la mueca son el contrato de convivencia. Ceylan entiende la cultura patriarcal como una mentira. Si tuvo poder, se basó en la coerción, y si al final le quedan acólitos, se debe a la compasión y la dependencia. Nihal permanece por lástima pero también por necesidad. Cuando discute con Aydin, ella lo describe como un ser compuesto de vicios terribles: “Eres cínico, egoísta, despectivo (…) Utilizas tus cualidades para humillar a otros”. Pero también encuentra en él inteligencia y generosidad. Ningún personaje es una efigie de la virtud o del defecto, pues todos conviven en el mismo microcosmo de hostilidades.
Aydin es la imagen de un profeta desterrado; un hombre que como actor ha vivido buscando la verdad, pero siempre fuera de sí. En su vejez la descubre en insultos. Aydin dice la verdad de manera hiriente y la recibe como a un golpe. Para expresar esta devastadora epifanía, Ceylan abandona sus convicciones formales en una decisión radical que decepciona con su estructura vastamente dramática, en oposición a su lirismo usual. Sus imágenes son hermosas y expresivas, pero carecen de la invención que ha mostrado en su filmografía. Sin embargo, el drama y las interpretaciones capturan con tal minuciosidad el derrumbe, que la representación pareciera absorber el mundo en vez de recrearlo. Ceylan rechaza el idealismo para consumar una obra que reúne en sí la desilusión que causa el romance de la personalidad y captura el dolor infinito de encontrarse con la realidad demasiado tarde.
Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)