Yet Edmund was beloved.
–William Shakespeare, King Lear
Ante la sentencia de Bradley Manning y la reciente concesión de asilo a Edward Snowden en Rusia se abren fisuras en el complejo legado de J. Edgar Hoover, el infame director del Buró de Investigación y el FBI entre 1924 y 1972. Producto y forjador de su tiempo, Hoover se caracterizaba por una agresiva americanidad proyectada por encima de una patética blandura. Por un lado era un defensor de la patria y de los valores menos progresistas de la tierra de los libres, y por el otro, una criatura atormentada por la homosexualidad y el tartamudeo. La figura pública y el hombre eran personas distintas, uno el personaje del otro, como un niño que se inventa frente a sus amigos para saberse aceptado. La gloria, el reconocimiento, eran las metas máximas de Hoover, torturador de Hoover, quien siempre necesitó de la aprobación ajena, del aplauso, para sentirse en la dirección correcta. Nunca los obtuvo.
El miedo de varios presidentes y el poder para manipularlos fueron las recompensas de un hombre de méritos equiparables a sus pecados según nos muestra Clint Eastwood en J. Edgar (2012), donde nos presenta a este mesías satánico de manera compasiva, tan crítica como elogiosa, en la búsqueda de una totalidad imposible, pero sintetizable. Por supuesto, esta es una obra de ficción, ninguna de sus declaraciones deben ser tomadas como definitivas, pero Hoover (Leonardo DiCaprio) como personaje, como esencia del conflicto humano entre lo que se “debe” ser y lo que se es, se nos manifiesta como una meditación sobre la integridad. Para Eastwood este es un tema importante que ha tratado a lo largo de su obra en Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995), Golpes del destino (Million Dollar Baby, 2004) y Gran Torino (2008). En estas cintas Eastwood cuestiona la ética autoritaria, la moral impuesta desde afuera del individuo, como la explica Erich Fromm en Man for Himself, que se antepone a la voluntad y a la búsqueda de la felicidad. En J. Edgar Eastwood plantea a un hombre con voluntad de arena. Su madre (Judi Dench) es un súcubo manipulador y sádico que disfruta de envenenar a su hijo con su narcisismo y su necio discurso de culpa. Más que un símbolo de la fe como autoridad, la madre de Hoover expresa la educación materna como una nutrición de prejuicio, en este caso maligno, que marca al hijo de por vida. Lejos de la abnegada Francesca Johnson (Meryl Streep) en Los puentes…, que deja ir al amor de su vida ante su obligación como mujer de familia, la madre de Hoover en J. Edgar está emparentada con el villano favorito del individualista Eastwood: la autoridad moral.
Desde esta interacción el director explica a Hoover como el producto de una ideología cerrada, ultraconservadora, que prefiere “a un hijo muerto que un narciso por hijo (un homosexual)”. En la oficina Hoover se convierte en la prolongación de este pensamiento mientras lucha por resistirse al encanto de su asistente y compañero de vida, Clyde Tolson (Armie Hamer). En sus intentos por cancelarse, la identidad sexual es el terreno más doloroso para Hoover, pero por otro lado encuentra gozo al distorsionar el recuento de su vida, que, como termina explicando Tolson, “son exageraciones o mentiras”. Para Hoover lo más sencillo es reinventar lo que más le molesta de su biografía, desde el desprecio de Charles Lindbergh hasta su cobardía para hacer un arresto: la abnegación es su concepción del mundo. Su violencia se dirige hacia la figura en el espejo y por ello perseguirá a quienes se la recuerden. Comunistas, criminales, activistas de los derechos civiles, los “radicales” tienen algo en común con el Hoover del espejo, el que le dice a Tolson “te amo”: no se reprimen. Por lo tanto él es el indicado para atraparlos.
Entonces esta búsqueda de justicia es patológica. Hoover castiga a quienes existen afuera del universo de lo que su madre, y por tanto él, consideran correcto, y aquí es cuando el carácter y los logros de Hoover se hacen tan complejos para Eastwood. Mientras que por un lado el crimen organizado y los terroristas extranjeros caen, por el otro, el reverendo Martin Luther King Jr. y sospechosos cuya culpabilidad ha sido debatida, como Bruno Hauptmann, también son objeto de persecución y castigo. Las técnicas de Hoover y su fe en la ciencia logran cambiar la investigación policial y se convierten en garantes de seguridad jurídica, pero no sólo terminan siendo falibles, sino hasta ilegales. Con esto regresamos a nuestro tiempo, cuando las tácticas de contrainteligencia y de espionaje que Hoover instituyó se usan para eliminar enemigos políticos, como él mismo lo hacía, pero además para espiar a los ciudadanos dentro y fuera de las fronteras estadunidenses. El legado del primer director del FBI es el de una búsqueda tan obsesiva por la justicia, que acaba funcionando como ingeniería del miedo. Con su discurso Hoover fomentó el terror a lo antiamericano y construyó, junto con los Joseph McCarthy y los Richard Nixon –el personaje más despreciable en la cinta–, la base de un totalitarismo invisible. Las buenas intenciones y la idealización de la justicia terminan derribando las garantías individuales.
En 1975 el senador Frank Church expresó su temor a que “si este gobierno se convirtiera en una tiranía, si un dictador se hiciera cargo de este país, la capacidad tecnológica que la comunidad de inteligencia le ha dado al gobierno, podría permitirle imponer una tiranía total”. J. Edgar Hoover había sentado las bases de ese temor desde mucho antes mientras buscaba lo opuesto, pero la forma, dictada por la obsesión y la intolerancia, aunque le permitió convertir al gangster por excelencia, James Cagney, en G-Man, no le ganó el reconocimiento por el que vendió su vida a su institución. Y sin embargo, J. Edgar, nos explica Eastwood, fue amado. Detrás de los logros y la inquisición hubo un alma que, como todas, merece compasión.
Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)