Un letrero nos advierte que la película que estamos a punto de observar es una recreación de una anécdota de la Revolución Mexicana. También nos dice que se llevó a cabo un exhaustivo casting en busca de actores no actores para la cinta, pero cuando no se encontraron buenos intérpretes se contrató a tres histriones profesionales: Gabino Rodríguez, Tenoch Huerta y Harold Torres. Asimismo, nos enteramos que se trata de una cinta comisionada por un festival de cine en Dinamarca.
Matar Extraños (2013), nuevo trabajo del artista festivalero mexicano Nicolás Pereda —en co-dirección con Jacob Secher Schulsinger—, es una continuación de lo mostrado en sus proyectos anteriores, donde se mezcla el documental con la ficción y viceversa. Un híbrido donde realidad y ficción se entrelazan hasta empalmarse.
Para muchos el cine de Nicolás Pereda es una pieza de arte moderno, les resulta igual de interesante que una caja de zapatos con una cabeza de muñeca flotando en mierda exhibida en el MUAC o en el MOMA.
La gran diferencia entre Matar Extraños y otras cintas del cineasta mexicano —como El verano de Goliat (2010) donde se imponía cierto grado de intelectualización— es que el mediometraje no se toma en serio a sí mismo. Vemos como en una de las audiciones la trama de Mi pobre angelito (Home Alone, 1990) se convierte en un drama de tintes existencialistas o Revolution de Los Beatles es declamada con la seriedad de una ceremonia del día de las madres.
Al contrastar las audiciones con la recreación revolucionaria, Pereda parece decir que la Revolución fue una época confusa, una mera broma resultado del azar, como encontrar el camino a mitad del desierto. Un periodo lleno de traiciones: igual que ese niño que de forma desleal tira a su amigo —y sensación del YouTube— Edgar al agua para diversión nuestra y de Gabino Rodríguez.
Podríamos comparar Matar Extraños con otro experimento de similar intención como lo es La última vez que vi Macao (A Última Vez Que Vi Macau, 2012), donde los directores portugueses João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata juegan con los géneros y las referencias hasta terminar con un híbrido inclasificable. No importa si es o no, la capacidad de serlo todo y no ser nada es lo importante.
La diferencia entre ambos trabajos recae en la finura con que están bordados. Rodrigues y Guerra da Mata tienen un estilo sutil y espontáneo, Pereda es todo lo contrario. Prevenir al público en los créditos iniciales sobre el chiste de Mi pobre angelito es una muestra de ello. Convierte el mediometraje en algo predecible.
La obra de Nicolás Pereda, al igual que la de muchos realizadores contemporáneos, divide al público y provoca reacciones extremas. Se le ama o se le odia, no te deja impasible. Dicen que ésa es una característica de las grandes obras. Será tarea del tiempo juzgar y colocarla en el lugar que merece: ya sea como pieza artística o sólo un mal chiste.
Por Rafael Paz (@pazespa)