El león y el unicornio: ‘El gran Gatsby’

En un artículo reciente, el influyente crítico del New York Times, A.O. Scott, escribía que en el cine actual existe una tendencia materialista marcada, la perversión del sueño americano en cintas como Pain & Gain (M. Bay, 2013) y las criminales vacuidades de Spring Breakers (H. Korine, 2012) y The Bling Ring (S. Coppola, 2013) pero antes que ellos estuvo The Great Gatsby (B. Luhrmann, 2013), ese materialista sensible cuya fortuna es amasada para llegar a un viejo romance.

Jay Gatsby, flemática creación del escritor F. Scott Fitzgerald, se presenta como el precursor del oportunismo y la hedonista veneración de la opulencia, tendencia que Scott ha agrupado y reconocido en filmes populares de reciente factura, a la que la audiencia ha respondido de manera favorable. El materialismo exacerbado nunca había sido tan sólido en la sociedad y en voz de predicadores tan atrayentes.

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La conocida historia de The Great Gatsby se puede resumir en un triángulo romántico en el que el enigmático multimillonario Jay Gatsby (Leonardo Di Caprio) busca reconquistar a la caprichosa Daisy (Carey Mulligan) a través de su ingenuo primo, Nick (Tobey McGuire), casada con un magnate jugador de polo (Joel Edgerton) quien a su vez se sacude el bigotito con Myrtle (Isla Fisher). Luhrman crea un interesante juego cromático durante el desarrollo de la cinta, que poco a poco nos va dejando a nuestra suerte en el artificio del artificio, en espacios de barata opulencia y de opacidad narrativa.

The Great Gatsby comienza haciendo la apología del lujo, un contraste vertiginoso de colores fauvistas en el mundo plutócrata y la mugre realista en el puente que conecta el suburbio donde habita Gatsby y la ciudad de Nueva York. El color explota y disiente de manera frecuente, mientras vemos un montaje de la vida de los años 20 a la Vertov (El hombre de la Cámara, 1929) mientras el hip hop pasteurizado de Jay Z suena en el fondo. Este anacronismo define toda la identidad visual que va de logradas sobreimposiciones, texturizados, sofisticación a lo telefono bianco (género de cine que se dio en Italia entre guerras) y escenas sublimes que recuerdan a The Crowd (1948) de King Vidor hasta llegar a la decadencia hipokinética de un videoclip de MTV Jams descafeinado en el que se bebe champaña en vaso de unicel.

Bahz Luhrman, el polarizante director australiano que cuenta en su haber con cintas como Strictly Ballroom (1992), Moulin Rouge! (2001) y la repudiada Australia (2008) aplica a The Great Gatsby su característico dinamismo, pero este no es el vigor surrealista a la Bretón de Moulin Rouge! sino algo más taimado, su renderizado charleston palidece frente a su frenético can can. Luhrman adopta un modelo de edición mucho menos experimental y formalmente divertido que el de Moulin Rouge! para adecuarse a la opulencia, clase y sofisticación del mundo de Gatsby pero incapaz de mantener tranquilo el espíritu superficialmente subversivo, Luhrman musicaliza de manera anacrónica con Jay Z, Lana del Rey y una nueva versión de Crazy in Love para aquellos que gustan de mover la colita en el cine. Luhrman no es consistente con sus decisiones directoriales y esto afecta profundamente la cadencia visual de la cinta.

En el nutrido reparto, destaca un brillante Leonardo DiCaprio, que hace de Jay Gatsby un personaje obsesivo, inseguro y traumado. DiCaprio pocas veces había puesto al servicio de un papel su calibre de estrella con tanta gracia y elocuencia como en este filme, ya sea su pomposa introducción al son de la Rapsodia en Azul de Gershwin o en su salvajemente dulce reencuentro con Daisy, nadie personifica millonarios como DiCaprio, su aristocrático aire y explosiva sobriedad se radicalizan en The Great Gatsby y con un solo “old sport” (frase repetida ad infinitum durante los más de 130 minutos de duración) opaca todo el blando, repetitivo y soso trabajo de Tobey McGuire. El shirt shower en el closet de DiCaprio resulta más expresivo y vivaz. Joel Edgerton como Tom Buchanan logra un desempeño sólido, pero las damas son desperdiciadas olímpicamente, entre el poco explorado dilema ético de Daisy (Carey Mulligan) hasta la simplista reducción de Myrtle (Isla Fisher) a dos o tres escenas, quien aprovecha para destacar es Elizabeth Debicki, que interpreta a Jordan Baker con elegancia snob, repulsivo encanto e impecable timing.

Aquí las fiestas no son únicamente eso, son manifestaciones públicas de poder, la celebración del placer, un enorme mar de almas vacías en el que un hombre busca encontrar a su anhelada pareja aunque sea por casualidad, como en la maravillosa cinta de Fejos, Lonesome (1928). Pero no es la búsqueda de un romance genuino, es la búsqueda de la riqueza material y el encierro que provoca, después de todo, Gatsby construyó ese enorme paraíso para su infantiloide amada, un capricho por otro capricho, el más “bello” materialismo, el que provoca lágrimas de felicidad, pero que a pesar de la lluvia de finas telas, de los enormes ventanales y de la erotización de las cortinas, esconde debajo de todo su brillo la más persistente mugre. El más imponente emblema de la fuerza del león y el romanticismo del unicornio, oxidándose sin remedio en un viejo portón, el viejo portón de Jay Gatsby…old sport.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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